Me inculcaron tenerle miedo y me advirtieron que jamás se juega con ella, pero siempre la he deseado y hoy más. Estoy solo y a lo mejor hasta ella se olvido de mí. La conocí cuando era niño. Iba para el rancho, a la casa de la abuela, me dio un aventón una camioneta, al momento de subir a ella, me resbalé y no sé cuanto tiempo quedé colgando de la puerta trasera, ni cual fue la distancia que me arrastró.
—¡Qué!
—Nada, después, después.
Durante un tiempo escuché pláticas de la gente, amigos y parientes a los que visitó la muerte. Era lo único que sabía de ella. Nos volvimos a encontrar en el cuarto de la Abuela, por la madrugada.
—Vienes por mí.
—No.
—¿Por qué?
—Hoy no, después.
—¿Cuánto tiempo?
—Algún día. Hoy tengo otro encargo.
—¿La Abuela?
—Sí.
—Pero...
La verdad era que la muerte tenía tiempo visitando a la abuela. Llegaba en la madrugada, ya que, decía que la noche era su mejor compañera. Siempre charlaban un buen rato y se despedía, esto era todo los días. Fue cuando comprendí, porque me habían educado de esa manera, sobre la muerte y, de por qué el miedo de toda la familia y conocidos, de entrar a ese cuarto. Ni cuando murió quisieron hacerlo, tuvieron que contratar un servicio funerario para que lo hicieran y así poder sacar el cuerpo de la habitación. Después de la muerte de nuestra abuela, jamás nadie quiso entrar, evitaban pasar por ahí. No me permitían acercarme, pero todos fueron partiendo poco a poco quedando solo en la casa.
Por las madrugadas entro al cuarto de la abuela a esperar su venida. Pero tiene tiempo sin venir, a veces dentro de la habitación escucho sus voces y, cuando trato de interrumpir, escucho:
—Después, después.