Para Ariel el suave color dorado de la piel de ella, el contorno de sus caderas, bastaban para que cada centímetro de su persona se pusiera alerta en su presencia. La miel de sus ojos, el acompasado caminar que siempre tenía lo conducían a un mundo netamente erótico, con fibras y nervios a flor de piel. Si su mano lo rozaba su cuerpo se tensaba de una manera especial. Nunca había sido suya, pero deseaba ese momento con fervor casi religioso. Ese momento llegó, una tarde tibia de agosto. Ella se desnudó con placer y con breves movimientos de su cuerpo, él la observaba: todo era parte de un rito sensual y cadencioso que lo excitaba cada vez más. Un tatuaje pequeño, casi oculto le marcaba el camino. Ese tatuaje lo hacía preso de miles de sensaciones. Se recostó lascivamente en la cama y él, desnudo, se acomodó cerca de ella. La acarició con una suavidad que crecía en intensidad, toda su piel parecía de seda. Su sexo tenía la humedad de una selva en primavera y rozarlo era el paraíso mismo. La miró, la observó, la deseó. Ella, bella, cuerpo de estatua, color de diosa, olor de virgen esperaba sus movimientos y de vez en cuando condescendía a acariciarlo, pero cada caricia bastaba para trasladarlo al mejor de los mundos: el mundo del placer descontrolado. La admiró, la veneró, la deseó alternativamente, ella se movía en la cama con una felina gracia. Se acercaba, se alejaba, se hacía desear. La besó profundamente, en los labios, en el cuello, en las manos, en la cintura y sus manos y todo él descendían ante el cuerpo de la ninfa. El momento de la penetración se hacía urgente, y ella se disponía a aceptarlo con soltura. Entreabrió sus piernas y su sexo se hizo ver, rosado y tenue a la luz de las velas. Lo rozó con dos dedos, lo besó tenuemente y la penetró arrancándole gemidos de placer, gritos y palabras entrecortadas. Ariel deseó que el momento no terminara nunca, pero sentía crecer en él la necesidad de acabar, ella, con sus gemidos y palabras lo incitaba al fin. Cuándo este llegó, los encontró sudorosos y plenos. La ninfa había llegado con él al extremo del placer. |