Callejera.
Nunca supiste como ganarte la vida “dignamente” como decía mamá, siempre huyendo de las obligaciones, de las tareas escolares y de las faenas diarias de un hogar roto en una decena de pedazos desde hace mucho tiempo. En noches como ésta, cuando el frío se mete por tu corta falda, recuerdas el rincón sucio donde dormías junto a Raúl, tu hermano menor, que siempre intentaba cobijarte con sus palabras de niño, llenas de esperanza. Su voz, su carita sucia y un par de ojos negros como la noche más bella que puedas recordar, sin duda alguna has tenido noches de santa paz como te gusta llamarlas; con esa somnolencia que acompaña a la pareja de un buen amante, con esa sencillez de estar satisfecha. Cierto es que a toda alegría la tristeza se le asoma, pero te agrada recordar “mejores tiempos”, aunque, claro, los tiempos de Raulito nunca fueron los más gratos, había que cuidarlo con especial cuidado, sobre todo cuando tu padre llegaba con más alcohol que su sangre fría en las venas. Pero ahora, aquí, ya todo a pasado… y qué clase de pasado es el que nunca se aleja, el que nunca queda atrás. De tus ojos brinca una lágrima que se estanca en tus ojeras, se mece un rato ahí y después resbala cariñosamente por tu mejilla, como una mano pequeña que te acaricia. Contrario a lo que dices a todos te gusta llorar, te anima la catarsis que limpia tu alma, que es lo único posible de higienizar en ti. De tu bolso pequeño sacas esa botellita rosa con rimel de aguacate, tu pequeña compañera de trabajo y no olvides el espejo con la cuarteadora que lo divide en dos, bonita analogía de tu vida; inocente de día, pecadora de noche. Realmente nunca has estado de acuerdo con eso del pecado, a tus ojos la moral del mundo solo sirve para ahuyentar la sombra que cargan todas las personas por igual. Cierto a la pureza de un casto beso nada puedo opacarlo, jajaja te asombra ese razonamiento lógicamente ilógico en ti, rentera de tu cuerpo perfumado en rosas. ¡Caray! El ocio de una noche sin trabajo te llena de filosofía la cabeza, de repente te hayas en medio de la calle hablando contigo misma como si se tratara de una vieja amiga del colegio, porque ciertamente nunca has sido tu mejor consejera y compañera. El niño “de la calle” te hace recordar que el inicio de tu soliloquio tenía como actor principal a tu hermanito, pero ya nada vale, el recuerdo se ha ido a dormir al modesto cuarto de motel que te sirve de guarida. Por fin algo de trabajo, el viejo del auto plateado te ha comprado ya con su mirada, solo basta que te acerques con la sonrisa de niña que te caracteriza y la cual te ha ganado el apodo de “la lolita” de Cuenca. Finges un poco, te emociona hacerte la disimulada, la inocente víctima de la lujuria ajena, la gacela que se ha roto una pata y está a merced del león. Pero debajo de tu piel de oveja se haya la loba que afila sus dientes, pareciese que tú eres quien paga por el placer. El vidrio del auto se desliza lentamente hacia abajo y te invita a acercarte, no puedes evitar sonreír promiscuamente con tus labios rosas y húmedos, ¿Te acercarás? No, que él venga por ti, después de todo tú eres, sencillamente, la niña que va a corromper con sus manos secas, que le ofrecerá dos o tres billetes por escurrirse hábilmente alrededor de sus piernas. Quizá esta noche conozcas el amor, susurras para tus adentros, ésta mentira piadosa te resulta hilarantemente sarcástica, hace años que has abandonado lo onírico por lo terreno. Ahí viene, dispuesto a llevarte con él, parece atractivo, viejo, pero igualmente apuesto, tal vez su esposa no satisface sus manías… asuntos de alcoba. Su voz profunda te complace, nada vulgar en sus palabras, parece que la noche empieza bien, odiarías tener que abrir el paraíso de tus secretos a un prosaico hombrecillo que cree que con su plata es más que suficiente. El placer verdadero exige más, necesita de un “extra” para funcionar. Ahora ya solo restar entrar en el vehículo y dejarse llevar al motel de siempre, a la habitación quince y al momentáneo olvido de tu condición vergonzosa. Mientras la música suave del auto estéreo te embriaga, tu efímero dueño platica cualquier cosa, por lo visto no sale muy a menudo a saciar su sed de sexo, ese sentimiento de sinceridad inocente te atrapa y respondes cándidamente a sus comentarios. Por fin llegan al motel Álamo, la habitación yace sola, como siempre, para ti y tu amante… te sueltas un poco el cabello, y mientras el se quita el saco, tú te sientas al borde de la cama, esperando con ojos artificiosamente tímidos. Sus manos que ahora te resultan suaves te tocan, y acarician tus senos que responden irguiendo los pezones, le desabotonas la camisa y la retiras sin prisa, con la pausa de una amante nueva. Te recuesta en el colchón y sube tu falda tableada y cuadriculada, baja su pantalón para dar salida a sus instintos más pasionales y se introduce ávidamente por entre tus piernas blancas. Con un principio así han olvidado el condón, y aunque ambos se percatan nada harán que pueda frenar el calor que los invade. La cadencia de sus movimientos te hipnotiza, te deja escapar momentáneamente de tu cuerpo para ir a otra parte, una que desconoces. Tras tres cuartos de hora que te parecen mucho más tiempo cesa el ritmo, se asilencia la habitación y tu hombre se recuesta a tu lado, como imantada a su cuerpo te abrazas a él y el besa su cabello correspondiendo a tu inusual gesto de gratitud. Platican un poco, te eriza el alma la hora de su partida, la cual llega tras una hora de charla. Para las dos treinta de la mañana él ya se ha vestido y tú te has puesto de nueva cuenta las bragas. Saben que el adiós es inevitable, tu corazón insiste en conservar algo más que su recuerdo, pero no quieres mezclar aun más el placer y el negocio. Para tu sorpresa él toma la iniciativa y te pide un número telefónico, una dirección o algún modo de comunicarse contigo, sacas una envoltura de un chicle y anotas con tu lápiz para ojos: Carmen 58-24-67-32. Antes de irte lo besas largamente, das la vuelta y regresas sobre los pasos de ambos. Vas directamente a tu madriguera, esta vez no tienes ganas de una segunda ronda… abres una botella de anís que guardas en un cajón de la cómoda, das un trago y te acuestas, te preguntas que será de aquél hombre, qué será de ti, tal vez si le hubieras dado una forma de comunicarse contigo que fuera real… tal vez las cosas hubieran sido diferentes… tal vez hubieran cambiado y te convertirías en una señora de familia… tal vez… pero no, hace mucho que dejaste de soñar, y quién sabe, tal vez mañana si encuentres el amor. |