Ciudades seguras
Jorge Cortés Herce
Pues el tipo hasta guapo ha de haber sido, con los pelos parados y una camiseta ombliguera medio chamagosa, pero estaba galán, al menos así lo describe Ana.
Hay culpas que debieran ser compartidas, yo pienso que ésta es una de ellas. Por orden de aparición, el primer culpable es Michael Moore por su “Bowling Columbine”, que vimos días antes de partir, en que plasma un idílico Canadá donde aparentemente no hay nada que temer. Después, El Micho y la Sandy, que presumían que allá deja uno el coche abierto y hasta las llaves pegadas y no pasa nada. Y el tercero. Cierto con la mayor carga, somos mi mujer y yo, que al nunca haber sido víctimas del hampa- como suelen decir en los noticiarios televisivos- en la ciudad de México, donde pregonan que es un peligro vivir, nos sentimos bien seguros en aquella ciudad de Montreal, donde vivíamos una delicia de vacación, hasta ese día.
Decía yo que el cuate que nos asaltó era güerito, acostumbrados a los que nos pone hollywood o la TV como maleantes, éste no provocaba ninguna desconfianza, y a no ser porque habló en francés, yo estoy seguro que a pesar de la pistola que nos ponía enfrente, yo habría tratado de negociar con él. Después de dudarlo un poco, no quedó mas que entregarle la cartera con mis tarjetas y algunos dólares, y mi mochila en que llevaba mi chamarra, mi celular, la cámara, y... hasta pena me da decirlo: Nuestros pasaportes junto con las visas gringas. Habíamos volado a NY, estuvimos en casa de unos amigos unos días, y les dejamos parte de nuestro equipaje y los boletos de regreso NY-MX, en lo que paseábamos por el apacible Canadá.
De modo que el problema principal no era la falta de dinero, o de los documentos, sino que no podíamos volver a México, pues el regreso estaba planeado desde NY y sin visas, supongo que ya conocen cómo son los gringos...
El asalto fue en el estacionamiento del estadio olímpico de Montreal, al que solo habíamos acudido para comprar una postal encargada desde México. Así que mi primer impulso fue acudir a las oficinas del estadio a pedir ayuda. Ahí hubo otro choque cultural, los guardias eran muy amables, pero ninguno hablaba inglés, mucho menos español. Después de explicar con angustia y con mímica lo que nos había ocurrido, uno de ellos se ofreció a llevarme a recorrer los botes de basura del estadio, porque –creo haberle entendido- los asaltantes tiran los documentos que no les sirven. Durante al menos una hora recorrimos los botes, como pepenadores de Tulyehualco, si hubiera imaginado los resultados de la búsqueda, me habría ahorrado una hora de aquel valioso tiempo.
Era el primer mundo, según las películas, la policía debía haber acudido al lugar de los hechos y debía habernos auxiliado y encontrado en unas cuantas horas al hampón o a nuestras pertenencias con su tecnología de punta, pero no. Lo más que conseguí es que me comunicaran a la estación de policía, con alguien que hablara inglés y éste me diera las indicaciones para llegar a donde debería levantar la denuncia. Llegamos sin mayor problema, y repito, de la amabilidad de los Canadienses no tengo queja. Tampoco podría quejarme de la burocracia, pues en media hora salí con mi documento, y todavía con la esperanza de lograr un fast- track en la consecución de los pasaportes y las visas, nos dirigimos al consulado mexicano.
El edificio no parecía albergar oficinas gubernamentales, el portero nos dijo que a esa hora ya no atendían, pero que subiéramos y tocáramos. Así lo hicimos y después de un par de horas, salimos con nuestro pasaporte. Eran como las cinco de la tarde, y en el consulado nos dieron el teléfono y dirección del consulado gringo, advirtiéndonos que había que sacar cita. Estábamos en Canadá, los canadienses no necesitan visa para los Estados Unidos, vivíamos un caso de excepción, así que obviamente no tendríamos que esperar- supusimos- y decidimos apersonarnos al día siguiente a primera hora. Era miércoles, nuestro boleto de regreso a México era para el domingo, un permiso especial -pensamos- tienen nuestros registros de entradas y salidas, el acta de robo, seguramente no habría problema, tranquilos nos fuimos a cenar.
A las siete menos diez estábamos llegando al consulado gringo, bajo una lluvia pertinaz, dejé a Ana en la esquina, por si había fila, y me fui a estacionar, todavía muy optimista. Al llegar al edificio comenzaron mis dudas sobre la facilidad del trámite, habían formadas unas quince personas a quienes no permitían siquiera la entrada al vestíbulo, entre esa gente no estaba Ana, me asomé a través del cristal de la puerta y la vi discutiendo con un guardia, al verme, me señaló y el guardia volteó como diciéndome: usted espere afuera, me preocupaba que Ana no habla muy bien inglés, así que insistí tocando el cristal, para llamar la atención de aquel guardia. Pasaron varios minutos en que no sabía que hablaban, pero la expresión en la cara de mi esposa no era muy alentadora. Después de un rato, el guardia abrió la puerta y me permitió entrar. El problema no era el idioma, el guardia hablaba español, pero no pudimos hacerle entender nuestro problema, siempre insistió que tendríamos que hacer cita y que no la obtendríamos en menos de una semana. De nada valió el tratar de razonar con él, ni la petición de hablar con alguien de mayor rango, ni al final nuestras súplicas por estar quebrados. Molestos mencionamos que iríamos al consulado en Toronto, a donde teníamos que entregar el auto, y así ganaríamos tiempo, pero en su prepotencia acusó que en Toronto nos sería más complicado porque él estaba tratando de ayudarnos. Lo que siguió fueron gritos e improperios hacia el guardia y todo lo que oliera a estadounidense. Estábamos por salir cuando un hombre de unos cincuenta años, con lentes de aro dorado y con la gabardina aun puesta, se acercó a nosotros pidiéndonos nuestros pasaportes. Me dije: por fin alguien con quien vamos a poder razonar, mirando displicentes al guardia, caminamos detrás de él a una oficina donde nos dejó solos durante un rato, en que el optimismo regresó- de algo sirvieron mis gritos- le decía a Ana sonriente, luego volvió con una carpeta que hojeó parsimoniosamente. Después de unos segundos nos enteramos que en efecto, tenían registradas no sólo nuestras entradas y salidas de su país, sino muchas de las actividades que habíamos realizado allá y también en Canadá, pero eso lejos de agilizar nuestra entrada a su país para tomar el avión de regreso a México, era motivo de una investigación que duraría algunos días o quizás semanas. -No podemos- protestamos- el avión sale de NY el domingo y el lunes tenemos que estar en nuestras oficinas, además en el asalto se llevaron casi todo el dinero que traíamos, en todo caso tendremos que volar desde Toronto directo a México y después arreglaremos lo de las visas-dije molesto dispuesto a dejar esa oficina. –Usted no entiende- me dijo aquel hombre a quien dejamos de ver en ese momento como nuestro amigable salvador- están bajo la custodia de los Estados Unidos de América, en tanto se investigue su nexo con los terroristas que usaron ayer sus documentos para tratar de ingresar a nuestro territorio.- ¿Terroristas? ¡Pero si de Canadá no se requiere visa para entrar a estados unidos, eso es absurdo! -No para los ciudadanos Canadienses, sí para los inmigrantes árabes- contestó fríamente. – ¡Ahora resulta que tengo cara de árabe! -Dije ya fuera de mis cabales.- Es sólo una investigación- dijo mientras llegaban los guardias que nos trasladaron a una celda en que permanecimos cuatro días, y de donde salimos cuando nos abrió un guardia con toda la facha de Iraquí, y que nos dijo que tomáramos a toda prisa un avión directo hacia México.
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