Un virus terrible me aqueja, no, a ver, eso es demasiado trágico para empezar y encima no creo que sea cierto y mentir no está bien (al menos eso me dijeron desde que tuve uso de razón), excepto claro está las mentiras piadosas (esas están muy bien vistas e incluso es recomendable emplearlas varias veces en la vida). Diré entonces que estoy creciendo, sí, tengo veintidós años, pero ayer crecí un poco más, de hecho esta mañana las zapatillas de estar por casa me quedaban más pequeñas, creo que mis pies casi asomaban por el borde inferior de la cama. El caso es que ayer me dio fiebre y me resulta más interesante pensar que es debido a un virus venido de quién sabe dónde, por ejemplo un país con muchas –k y muchas –x y con más de diez letras, que a un pequeño estirón fuera de tiempo. Cuando era pequeña me daba por imaginar que me aquejaban terribles enfermedades, creo que es lo que le sucede a un niño cuando su padre es médico, desde los dos años lo llevan todas las Navidades a cantar villancicos al hospital y a los ocho operan por vez primera a su madre de la espalda. Tanto creía en ello, que era capaz de sentir incluso el dolor que había inventado; las lágrimas caían por mis mejillas mientras me acercaba compungida a la cama de mi madre, quien con cara comprensiva (más de la cuenta) y encantada por la faceta dramática que empezaba a despuntar, me decía que me tumbase junto a ella.
Bien, pues ayer me sentí un poco como cuando era pequeña; me dolía la cabeza, cada vez más, se me antojaba como una enorme pelota y si os soy sincera hubiese dicho que de varios kilómetros era su extensión y todos y cada uno de ellos me dolía por igual. ¿No está caliente la frente? el termómetro me dijo que sí; a mí el termómetro siempre me ha caído simpático, me divierte eso de adherir algo al cuerpo y que cambie de temperatura, es como un truco de magia de lo más sencillo, todos pueden hacerlo, es la magia de las pequeñas cosas. Tan bien me caía el termómetro que antes me lo ponía una vez al día y siempre acababa rompiéndolo, pero tampoco esto era un problema porque reunir los montoncitos del perjudicial mercurio era otra de mis aficiones favoritas. Cuando crecí, hacía competiciones de temperatura con mis amigos; yo siempre tenía el récord de temperatura más baja ¡qué le voy a hacer si como mi padre dice tengo el termostato “jodío” (citando palabras textuales)!.
El caso es que ayer me encontraba tan mal que fui a darle pena a alguien y parece que lo conseguí con mi hermano quien me regaló un trozo de pastel de chocolate (el manjar de los dioses), es fácil dar cuando uno tiene, pero lo agradecí igualmente, en los tiempos que corren uno no puede rechazar comida y menos si ésta contiene chocolate entre sus ingredientes. Me dijo que lo había comprado en una pollería y yo me pregunto ¿qué tienen que ver los pollos con el chocolate? Espero que alguien pueda darme respuesta a esta pregunta, yo llevo desde ayer dándole vueltas y nada. Por lo general en una pollería venden pollos, pero en esa tienen pollos y tartas de chocolate; deben ser unos tipos curiosos los dueños de esa pollería, quizás adultos a los que de niños les aquejaba un extraña alergia que les impedía comer chocolate corriendo el riesgo de hincharse como globos aerostáticos si lo ingerían o tal vez personas a las que premiaban sus padres con chocolatinas porque cada examen bien hecho y que ahora, emulándolos, premian a quien compra un pollo con un trozo de tarta de chocolate. Sea como fuere la tarta me sentó bien, pero la fiebre se empeñó en no irse.
Recuerdo la vez que tuve la fiebre más alta de mi corta existencia. Tenías 11 años, me habían colocado en la cama de mis padres para tenerme más vigilada y había bebido todo lo bebible para que la calentura bajase. Entonces, entre sueños y lejos de esas caras preocupadas que me rodeaban yo me fui al desierto, extensas dunas en las que los colores calientes se alternaban, gentes con vestidos de gasa y tocados de altura, animales secos; el calor era sofocante, tanto que decidí volver de mi excursión, excursión que repetiría años más tarde de un modo más perceptible y real.
Pensando me he dado cuenta de que el año pasado me ocurrió exactamente lo mismo. Un buen día me dio fiebre, al día siguiente estaba perfectamente y, una semana más tarde, me dio otra vez fiebre, luego nada. Voy a acabar creyendo a ciegas en eso de que todo es cíclico, todo vuelve, la pescadilla que se muerde la cola. Creo que voy a coger de nuevo el termómetro no sea que me esté subiendo la temperatura de nuevo y si no es así, ya os contaré si batí uno de los récords.
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