La casa del Virrey
La lluvia era tupida esa tarde otoñal. Por momentos bajaba su golpeteo constante, aunque la llovizna no dejaba de mojar Buenos Aires.
Llegó el momento de comer y decidió aprovechar ese tiempo para recorrer el barrio. En un empleo estresante, a veces, sienta mejor un paseo que una comida. Esto calma el ritmo de los días duros.
Le llamó mucho, muchísimo la atención una casa museo llamada “La Casa del Virrey”. Allí había habitado el mismo antes de la revolución de hacía ya casi doscientos años.
Entró y como la historia no es muy importante a esas horas, se encontró solo con el cuidador, quien por dos pesos ofreció el servicio de visita guiada la cual rehusó. Pagó igual los dos pesos en concepto de ingreso y preguntó:
-¿Cómo disfrutaba de la lluvia el virrey?
-Se dice que acostumbraba sentarse horas en su silla mecedora; en el corredor, viendo al patio... aguarde un momento.
El cuidador se retiró por unos instantes con una sonrisa cómplice marcada en el rostro.
Salió a la galería que daba al patio principal. Era hermosa la vista desde allí. Había grandes paredes que antiguamente contenían algunas habitaciones. Con el tiempo éstas fueron demolidas para dar espacio al café de junto y a algunos edificios que estorbaban la vista al cielo.
Salió el cuidador con la silla mecedora ubicándola justo detrás de él.
-Curiosamente está usted parado donde el señor tomaba asiento los días como éste. Ésta era su silla. Ya que no hay nadie le puedo permitir su uso; claro, con la condición que no lo cuente a nadie.
Una emoción que mezclaba angustia y nostalgia se apoderó de él haciéndole dificultoso el tragar saliva.
-Le agradezco profundamente el gesto; y puede quedarse tranquilo, el secreto será guardado.
Sonriendo el viejo se retiró hacia su puesto en la entrada de la casa.
Él tomó asiento. Mientras lo hacía, luego de ver la silla de frente y voltear para sentarse, cantidad de lágrimas brotaron de sus ojos. Ya no más edificios.
Los espacios vacíos en las paredes eran las caballerizas, el fondo un corral de doma y más lejos se encontraba la granja. Los bufidos y relinchos llenaban el ambiente. Los sirvientes recorrían de un lado al otro la casa, tan tristes como él por la reciente muerte de su esposa.
La lluvia no cesaba como no cesaba el sentimiento de desesperación por el espacio vacío en su corazón. Buscó la pipa en el bolsillo de su chaquetilla, quería degustar bocanadas del fino y fresco tabaco que del Alto Perú le habían traído; pero no la encontró. El olor a pasto mojado era aún más fuerte que cuando se secaba al sol. El amor de su vida se había ido tras largas semanas de agonía por una fiebre que no quiso dejarla. Los boticarios no encontraron combinación en sus drogas capaz de salvarla. Fueron días muy tristes. Unos meses más y hubiesen disfrutado juntos las fiestas de comienzo de un nuevo siglo. No importaban los rumores de revolución y no importaba ver el sol nuevamente.
Los caballo comían el heno que la servidumbre reponía una y otra vez. Su cocinera personal le avisaba que ya era hora de comer... trabajar?
El cuidador le dijo que estuvo allí por más de una hora y le preguntó si quería que le avisara a alguna hora en especial. Él, atónito aún, le agradeció por su gran amabilidad y le prometió volver. Otra vez. Le comentó también que cuidaba un lugar muy bello, que en algún momento de la historia fue muy triste, pero que la belleza era única.
Se fue con la sensación de haber estado allí por años. Se preguntó si era posible. Se preguntó por qué tanta tristeza, si su amada lo esperaba nuevamente en su casa.
Lo más inquietante fue ver expuesta en la entrada, sobre la vitrina de vidrio, junto a pequeñas pertenencias del Virrey, la pipa que buscó y no encontró en esa extraña, lejana, pero extraña visión al fin.
Leonardo Reynoso
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