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EL UNIVERSO DE LAS NECESIDADES


Ella necesitaba cariño, pero cada vez que se acercaba
al cuerpo de él en busca de consuelo, él se excitaba.
Marian Keyes. Sushi for Beginners. 2002.Plaza & Janés.




Cuando te das cuenta que no vives solo en este escatológico mundo ya es demasiado tarde, ya la has fastidiado hasta el fondo. Así es este universo flotante, de crueldades constantes, donde la mayoría de fenómenos carecen de una lógica y empírica demostración.
El otro día me sentía totalmente abatido debido a un cruel rechazo femenino que me propinó una fuerte sacudida de mi ego, y eso es lo peor que le puede pasar a un hombre; y es que la mayoría somos unos obscenos egoístas guiados por nuestro afán sexual de auténtica dominación de la hembra. Descaradamente, no estamos en tiempos patriarcales ni vivimos ya en aquella maravillosa cultura machista donde éramos los reyes, y el primer plato siempre se nos servía antes que al resto de comensales, una época gloriosa de amas de casa sumisas incapaces de sentir un orgasmo o de explicar algún tipo de placer.
Sexualmente, la mujer siempre estuvo en segunda línea de fuego dispuesta sólo a aprender de las limitadas necesidades masculinas.
Ahora les ha tocado el turno a ellas, y están dispuestas a arrasar con todo, en una justicia vengativa de equidad. Y debo admitir que me cuesta vivir en el lado de los oprimidos y rechazados. Me acuerdo del gran opresor que fui en mis tiempos mozos, cuando mi estúpida opinión siempre tenía un valor eterno.
En una de mis infidelidades conocí íntimamente a una vecina treintañera, que era hija de unos buenos amigos de mis padres, llamada Inés Núñez. Pasamos una efusiva noche de profundo perfume embriagador y largas sesiones psicotrópicas de total desnudez física y mental. Era una catarsis sexual con una liberación auténtica de mi espíritu más luciferino.
La chica poseía un envidiable aspecto de erótico culo caído y enormes pechos de pezones puntiagudos, como una de las cabras de la granja de mi primo Onofre en Badajoz.
La cosa empezó gracias a una afinidad común que consistía en escuchar bandas sonoras de conocidas películas y adivinar a qué título correspondía. Yo siempre le aventajaba con mi brutal y tediosa cultura de cinéfilo cuarentón, el típico hombre experimentado que te aburre con sus conocimientos repelentes de casi todo, o por lo menos eso es lo que siempre pretendí.
Inés había pedido la baja laboral por depresión debido a una profunda crisis de ansiedad derivada de la dificultosa aceptación de su edad. El diagnóstico fue rápido y preciso y se condenó a naufragar por un caos de Prozac y sueños.
Sus ojos denotaban tristeza, aunque eran tan grandes y preciosos que sólo pedían cariño y entendimiento. La esbelta deprimida sólo quería ser escuchada y sentirse amada, comprendida, qué sé yo; seguro que ninguna de sus necesidades se la podía satisfacer con mi salvaje y grotesco instinto sexual que invadía cada una de mis acciones. Fue entonces cuando caí en lo más bajo que puede caer un ser humano: la acosé despiadadamente con llamadas intempestivas a altas horas de la madrugada con el único propósito de retozar con ella en una clara actitud sexual que incluiría chupetones, lametones, contemplación de su currado cuerpo de beatus ille, y pensamientos húmedos de eterna duración.
Nunca fui un buen amante, aunque con Inés demostré en una sola noche -la única que pasé a su lado- que podía ser un verdadero Don Juan. La impaciencia por volver a verla lo estropeó todo para siempre y tuve que asumir su perdida y rechazo para el resto de mi lujuriosa vida. Íbamos por distintos caminos en lo referente a la necesidad; es decir, yo ya tengo a mi mujer y a mis amigos para charlar sobre cualquier problema, y de Inés sólo necesitaba su concupiscible cuerpo. En cambio, ella pedía a gritos ser escuchada. Necesitaba una persona medianamente adulta a la que confiar sus inseguridades, sus miedos, angustias, y tedios. Pero, como siempre, no la escuché ni unos segundos durante nuestros innumerables intentos de acercamiento.
A partir de entonces me he planteado el problema de cualquier tipo de carestía que se despierte en mi interior, y he aprendido que no se puede depender de otras personas para saciar tus necesidades. Que a veces nos olvidamos de valores tan importantes como la empatía, y que el egoísmo y el interés propio está por encima de cualquier tipo de relación gregaria.
En resumidas cuentas, es la primera vez que me critico a mí mismo desde que escribo. Pienso que para poder despotricar sobre los demás, lo principal es que uno se miré primero a sí mismo y se ría de todas sus carencias, y se someta al auto-insulto como principal tratamiento anti-stressante. Ibsen decía que escribir era sentarse y juzgarse a uno mismo, y eso es lo que he intentado hacer con la primera auto crítica mendezniana.
No sé si alguna vez a alguien de vosotros le ha pasado algo similar, en fin, os recomiendo que os lo toméis con filosofía y que no dejéis de pensar que Dios nos creó zafios e imperfectos para que pudiéramos encajar en un mundo tan mal construido.
Está claramente demostrado que trabajar es la negación de que Dios creó el mundo a perfección. Cada mañana suena el estruendo de ese despertador regalado, puesto que jamás a nadie se le ocurriría comprar uno, y te levantas para lavar esa cara que debe mirar al mundo de frente para no perder las riendas de su propia vida; en definitiva, debes estar alerta y evitar despistes o errores, no dejar nada al azar. Tú única preocupación como ser humano es saciar tus necesidades (primarias y secundarias, aunque necesidades al fin y al cabo) para sacar partido de ese pastel gigantesco llamado mundo. Caminas por un territorio empalagoso intentando, cada vez más, evitar situaciones desagradables y a gentes que no te puedan aportar nada, salvo su estúpida presencia; y algunas veces intentas leer por dos motivos diferentes : evadirte de la realidad, o verte reflejado notoriamente en ella. Quizá sólo seamos reflejos de nuestras propias necesidades, y nuestra existencia se reduzca al auto-complacimiento.
No pretendo filosofar, aunque tal vez la filosofía sea la única arma que tenemos los pobres.
Si observamos la realidad nos daremos cuenta, algo desagradable, que las manifestaciones artísticas las realizan los pobres para otorgárselas a los ricos, que se mantienen constantemente rodeados de una cultura inteligible para sus repeinados cerebros. La mayoría de genios fueron pobres que murieron pobres, pero que en cambio sus obras se pasean por los círculos más selectos como oro en paño. Qué lástima que en toda esta jerarquización nos olvidemos del verdadero valor de las cosas; y de la gran necesidad por expresarte, y la nula necesidad por coleccionar pedazos de cultura ajena hecha con la haraposa creatividad de un hombre de cerebro despejado y tiempo para plantearse cualquier tipo de intuición; porque el tiempo es el único patrimonio del hombre pobre; y es que eso es algo que nadie podrá comprar jamás por mucho dinero que tenga, el tiempo no se detiene y todas las existencias avanzan hasta el más completo nihilismo degenerativo que nos conducirá a un trozo de tierra igual para todos pero con distintos ornamentos. Aunque, qué coño importan los adornos cuando ya no estás aquí, y si estás para qué disfrazar la realidad si es la verdadera necesidad de la especie. Porque necesitamos fragmentos de realidades para asegurarnos que seguimos vivos y que necesitamos tan poco la vida como la muerte.


Texto agregado el 23-05-2005, y leído por 196 visitantes. (0 votos)


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