CRÓNICA DE UNA INFIDELIDAD
Resulto de lo más patético frente al espejo, parezco como un dibujo a medio acabar. Ayer bebí más de la cuenta a causa de una libidinosa juerga nocturna que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Mentí a mi pareja sentimental para fornicar salvajemente con una volcánica treintañera que respiraba un poderoso erotismo en sus luciferinas acciones sexuales.
La reunión comenzó a las veintiuna horas en su apartamento de ochenta y cinco metros cuadrados más treinta de sucia terraza recién ofendida por largas lluvias de granizo. Al entrar al salón notabas bajo tus pies un abrasador calor que te proporcionaba una chabacana estufa de butano, situada en un rincón al lado de una mesa cuadrada de hierro patinado y mármol.
El vino fue el detonante de mi promiscuo despertar de perro salido. Ella se me lanzó al cuello desde su sofá beige de IKEA, mientras yo me limitaba a alargar mi estado embriagador de risas y movimientos raros de cuello. El sudor se apoderaba de mi cuerpo, por lo que decidí quitarme la camisa. Los pantalones, calcetines, y calzoncillos me los quitó ella. Antes se había desbragado por completo, dejando a la vista su preciosa vulva sonrosada a medio depilar.
Los besos eran lo suficientemente duraderos como para sentir un sinfín de emociones, empezando por un extraño picor en el abdomen y seguido de un cojonero mareo. Sus besos me oxigenaban demasiado, y mi cara se estaba poniendo de un rojo preocupante. No podía parar, su olor se estaba apoderando de mi olfato y sólo deseaba sentirla por todo mi aparato respiratorio.
Miré el reloj y ya eran más de las doce, y lo peor es que aún estábamos en los preliminares. Apenas nos habíamos hecho tocamientos íntimos, era una unión de besos apasionados y profundo deseo racional. Controlaba peor mi borrachera que Ed Wood a sus actores.
Nos pudimos despegar y mirarnos unos minutos fijamente a los ojos, instantes después pude comprender que ambos estábamos haciendo algo deseado y sin una pizca de mala conciencia. Seguramente esa noche no iba a morir de amor, y tampoco de culpabilidad. Había caído en el perfecto mundo de las relaciones no homologadas pero si reconocidas. No estaba haciendo historia, sólo era un hombre a una mujer pegado .No pensé que mi promiscuidad se transformaría jamás en un error imperdonable.
Después de aquello mi vida parejil fue distinta, no encontraba una mirada directa hacia mi mujer. Sólo quería huir de su lado, temía no poder sentirla y que la estaba perdiendo. Nuestros lenguajes no encontraban una forma posible de comunicación. Los dos nos preguntábamos qué estaba pasando y en qué habíamos fallado. Los besos no existían y nuestras respectivas apatías nublaban nuestro ambiente conyugal.
Por momentos pensaba en decírselo todo, pero no me podía creer del todo que ese acto infiel pudiese interferir entre mi amada esposa y yo. Las mentiras en el matrimonio no tienen cabida porque entonces nada va bien y la tosquedad de la mentira se convierte en una especie de perdida de la pasión.
Al cabo de unos meses vendimos nuestro apartamento del Clot barcelonés y cada uno se fue por su lado justificando la actual situación como una incompatibilidad de caracteres, cuando la realidad es que fui un cerdo embustero que estropeo una idílica relación por culpa de una embriagadora erección.
Por cierto, no volví a ver a la mujer que me costó mi matrimonio.
|