EN SUS OJOS RELUCIÓ UN BRILLO MALÉVOLO
Pisada tras pisada rodeando la gran manzana donde se ubicaba el inmueble de mi tío Braulio Antúnez, un sindicalista popularmente conocido gracias al cual se pudo llegar al convenio de las treinta horas semanales. Nos encontrábamos en el año 4.020 y todo seguía muy tranquilo y apaciguado. Las últimas noticias metereológicas hablaban de que se avecinaba una gran borrasca con importantes precipitaciones.
Esa mañana no había desayunado, cosa preocupante puesto que eran ya más de las doce y media de un duro viernes de marzo con cinco grados a la sombra en el portal donde había besado por primera vez a Clara, para mí siempre sería Clarita.
Clarita era una uruguaya preciosa de rizos dorados y mirada angelical, recuerdo el dulce olor a jazmín que desprendían sus trenzas.
Todo encajaba en el curioso universo de mi destino. Debía realizar una vigilancia para un desconocido cliente que no se había querido identificar en la agencia, todos los trámites los había gestionado su abogado, un tipo muy especial con una potente halitosis canina.
Había acabado en la calle de mis recuerdos, la que un día me vio nacer. Hacía varios años que no pasaba por el lugar, desde que murió mi tío Braulio de un enfisema pulmonar. El muy imbécil se llegaba a fumar más de tres paquetes diarios de un asqueroso tabaco negro sin boquilla.
La foto del objetivo no decía gran cosa, tipo blanco anglosajón con unos endiablados ojos irlandeses y una malévola mirada de rufián. Trabajaba en la agencia como primer detective titulado desde el 4018, justo cuatro meses después de la destrucción del satélite Headrom por el meteorito Rosenberg, que impactó después con la tierra produciendo la primera explosión. Tras la explosión apareció la primera y devastadora epidemia que se llevó a dos tercios de la población mundial, era de la misma cepa que el ébola pero totalmente imposible de aislar. Los médicos y científicos tardaron casi dos años en acabar con el luciferino virus. Yo me pude salvar gracias a una tranquila vigilancia a la que me habían asignado desde el año 4000 en el Pabellón Psiquiátrico de la zona quinta en el segundo sector. Allí me enamoré de una de las enfermeras, Rosana, que daría a luz a nuestro primer hijo llamado Macaulay, en honor a mi padre Macaulay Ferlosio Vico.
Mi viejo fue un famoso jugador de Rollerball durante el 3050 en la Península de Yirah, al oeste del volcán Nemeo.
Macaulay acababa de cumplir veinte preciosos años, era un estupendo nadador y un chico extremadamente guapo y elegante. Se había marchado a estudiar a la zona quinta del sector cuatro, allí se encontraba la mejor escuela de moda del planeta.
Rosana murió en el 4019, un año después de la primera explosión. Fue una suerte para ella, ya que no conoció las demás epidemias que surgieron después de la fuga bacteriológica del Hospital Mercurio en febrero del 4020.
La humanidad se había metamorfoseado en unos extraños parajes rodeados por enormes charcos de agua azul, inmensamente azul; aunque, todavía quedaban algunas calles en los dos primeros sectores de la zona tres.
Mi oficina estaba situada en el segundo sector de la tercera zona, justo al lado de la calle que me vio nacer y en la que me encuentro ahora con mi vieja gabardina y fumando un cigarrillo bactericida que evita la radiación solar a la que estoy expuesto durante las largas horas que dedico a los distintos seguimientos que me encarga la agencia de detectives Mathews and Broers, propiedad de un magnate holandés que se hizo de oro al inventar una franquicia geriátrica que se dedicaba al cultivo de los genes que evitaban el avance de los Radicales libres.
Yo no sabía nadar debido a un atípico desplazamiento vertebral que me impedía mover con ligereza las articulaciones. Me lo diagnosticaron al nacer y, según algunos médicos, era una rara anomalía que no pertenecía al género humano.
Rosana y yo tuvimos suerte con nuestro Macaulay, ya que el chico era sanísimo; y sin recurrir a la ingeniería genética tan utilizada en todos los procesos de formación embrionaria. Dios nos había obsequiado con un perfecto vástago.
El irlandés se había tomado un zumo de vitamina E con jalea real, también se tragó dos cápsulas de Piridoxina y Cianocobalamina.
Había gastados tres discos de fotos digitales ,y todo era material desechable. No había conseguido ninguna prueba que involucrase al irlandés en la venta de blackjacks, unas complicadas e ilegales grabaciones digitales recogidas directamente desde el cerebro humano.
Todo el día perdido, sólo me había servido para averiguar que desayunaba el puto irlandés cada mañana.
Volví a la oficina y mientras redactaba el informe sonó el teléfono, era una dulce voz de chiquilla –de unos dieciocho años- que me preguntó por las tarifas de la agencia por un simple trabajo de búsqueda y captura –una modalidad líder de los usuarios de agencias de detectives- de su padre, perdido en la zona octava del primer sector –una de las zonas más peligrosas debido a la gran cantidad de ácido en el agua que la rodea- . Hace algún tiempo un compañero perdió la vida en aquella zona por culpa de un viento de fuerza siete que lo arrastró hasta un corrosivo estanque que disolvió su cuerpo en cuestión de segundos. Las compañías biotecnológicas negaron los hechos, por producirse en las cercanías del primer pabellón de pruebas químicas del primer sector.
Según la muchacha, su viejo padre era un importante físico nuclear disputado por innumerables empresas farmacéuticas –lo que me extrañó al ser un encargo totalmente personal y no de empresa, donde siempre se cobra un ocho por ciento menos- por innovadores descubrimientos en el campo de los antibióticos ketólidos y macrólidos, y su revolucionaria tesis sobre la farmacogenómica.
La situación me incomodaba pero me limité a enviarle (vía e-mail) un completísimo informe sobre las tasas de la federación planetaria por mi permiso de acceso al primer sector, donde incluiría mi personal minuta de dieciocho créditos galácticos y una sesión de retroceso degenerativo, a base de un activo protector del capital telomerásico de las células, que aumentaría en catorce años más mi existencia en la tierra. Esas sesiones eran como una recompensa a todos aquellos que se sacrificaban por el productor interior bruto del planeta, se trataba de una potente inyección intracelular que retrasaba el efecto de los radicales libres, tan importantes en el proceso de envejecimiento. Aunque tenía un inconveniente, ya que la nueva edad no estaba contemplada a efectos legales y esos años sólo servían para mejorar el aspecto. Debido a la ley de impermutación se veían –con frecuencia- a muchos jovencitos –en aspecto- jubilados desde algunas décadas lunares .
Hice el equipaje con sólo lo necesario y salí rápidamente de la tercera zona del segundo sector para dirigirme a la segunda zona del primer sector, donde me esperaba un contacto de la agencia, que se hacía llamar el rostro; y lo más gracioso de su nombre en clave es que nunca se dejaba ver la cara. El cáncer de piel se convirtió en uno de los diagnósticos más comunes en la vieja Europa del 2015, debido a unas descontroladas radiaciones solares surgidas del efecto del calentamiento de la tierra. En un principio, antes del gran descubrimiento en el 3098, la formación de los distintos tipos de cáncer de piel se reducía mediante un tratamiento de cinco años con vitamina A, pero pasados unos años ninguna clase de nutrientes podían ofrecer protección frente al cáncer (cada vez más potente). Un compañero detective me explicó que el rostro había sido una bella mujer del mundo de la publicidad a la que le agarró un potente cáncer de piel y cara que la deformó hasta convertirse en un auténtico monstruo, imposible de mirar a la cara, que provocaba desmayos a su paso. Debido a su enfermedad y a un fuerte tratamiento balsámico con el que envolvía su piel – a base de una ungüento de soja y té verde - , el rostro tenía una potente olor corporal. Me acerqué al contacto manteniendo una prudente distancia. Era más una sombra que una persona, lo que dificultó notoriamente la comunicación entre nosotros.
Pasamos por una zona peligrosa plagada de guerreros Cuzco, que se dedicaban a despellejar a sus víctimas con un cruel proceso donde empleaban cantidades industriales de agua hirviendo. Con las pieles de sus víctimas mantenían a su pueblo, gracias al contrato que tenían con los laboratorios de investigación, a quienes se les vendía todos los tejidos celulares. La ley hacía caso omiso a este cruel acto de homicidio, favoreciendo siempre a las mafias farmacológicas que controlaban el mundo, junto a las actividades mediáticas (Internet, prensa, radio, y televisión) y a las tabacaleras bactericidas.
El rostro me llevó hacia una cabina teletransportadora que me inyectó directamente en el centro de la zona séptima del primer sector, donde me esperaba un niño guerrero Muskoi, que me llevaría por un atajo hasta la zona octava. Para ello tuvimos que atravesar a pie el largo desierto de Guihame, evitando toda clase de tormentas de arena, hasta llegar al refugio que poseía la agencia en ese sector. Nada más llegar saqué mi tarjeta de identidad genética para acceder al lujoso refugio, donde pude avituallarme y darme un baño celular y otro termal. Hice la obligada transmisión de llegada y me puse manos a la obra con el caso más extraño de toda mi carrera.
Cogí el informe y me puse a leer la biografía del físico nuclear, para familiarizarme con el objetivo, y lo estuve ojeando hasta caer en un ligero sueño de treinta y cinco minutos. No dejaba de ver al irlandés mirándome con rabia mientras hacía el típico gesto de cortarse el cuello con el dedo índice para inflingirme miedo. Me desperté sudando y con la nariz sangrando, por lo que tuve que levantarme para tirar la cabeza hacia atrás para frenar la hemorragia. Al hacerlo me di cuenta que habían posicionado una microcámara en el techo para controlar cada uno de mis actos.
La situación me incomodaba, sintiéndome como uno esos concursantes televisivos de los viejos programas históricos de las primeras televisiones privadas, antes del Rollerball y los famosos Showdead, transmisiones vía Internet donde una persona programaba su propio suicidio con las herramientas que elegía el público a través del
servicio de mensajería de sus teléfonos móviles. La sociedad había enloquecido y ninguna ley podía parar todas aquellas gamberradas mediáticas.
Mi jefe, el señor Justin Broers, era un fanático de la violación de cualquier tipo de intimidad de sus empleados. Aunque debí haberme acostumbrado hace años, no podía relajarme sabiendo que controlaban hasta los zumos que hacía en la licuadora digital.
En el informe del doctor Pitágoras Arístides no veía nada extraño, exceptuando que jamás había tenido un domicilio concreto y que su forma de vida nómada no era propia de una persona exacerbadamente inteligente. Su hija era fruto de la más reciente e innovadora ingeniería genética, lo que la hacía demasiado peligrosa como para tenerla de clienta. Su coeficiente rozaba el ciento ochenta y su cuerpo era lo más parecido a una chica Playboy posible.
Intenté acceder a la red para averiguar más cosas pero mis códigos de entrada me daban error constantemente.
Hubo un largo silencio agotador de varias horas hasta que sonó un timbre. Descolgué el interfono del portero automático y allí estaba Sofía Arístides, con un modelito (imitación antigua Chanel) de color dorado.
La hice pasar y la invité a un jugo de raíz de yuca con éxtasis fluorescente, que evitaría el exceso de presión termal a la que había sometido su cuerpo durante la teletransportación.
Tenía unos ojos excepcionales, aunque uno era verde y el otro azul; algo raro si se tiene en cuenta que era un milagro genético. La miré en silencio hasta que enseguida advirtió mi desconfianza hacia la variedad cromática de sus ojos.
- ¡Es una broma del viejo Pitágoras!-exclamó Sofía con una enorme sonrisa de perfectos dientes blancos alineados.
- ¿Qué?-pregunté haciéndome el despistado.
- Sé que te preguntarás el porqué de mis ojos, me doy cuenta que te habrás informado sobre mis genes y que te resulta extraño semejante error. Pues, no se trata de ningún equívoco. Fue un deseo firme de mi padre el otorgarme un color para cada ojo.
- ¡Menuda extravagancia!-exclamé mientras me acercaba cada vez más a su lado.
- No estás mal para ser un detective, aunque me crearon hermafrodita. Así es que te recomiendo que no pierdas el tiempo conmigo, no necesito a nadie para desarrollar mi sexualidad.
El tempo parecía detenerse mientras Sofía me iba derritiendo poco a poco con su libidinosa mirada de perfecta hembra erótica. Fue entonces cuando hizo un ligero y preciso ademán para bajarse la cremallera delantera de su vestido ocre. Podía advertir unos preciosos meloncitos asiliconados con unos inimitables pezones rosados que empujaban la lycra del pecaminoso diseño.
- ¿Para qué has venido hasta aquí?-le pregunté con una clara alusión a mis deseos de tranquilizadora soledad.
- Necesito hacer un trato contigo.
- Habla, no tengo todo el día- le dije mientras me rascaba el ojo en una expresión corporal de mentiroso inútil.
- Sé que has estado investigando a un irlandés que traficaba con blackjacks, y quiero que dejes de hacerlo. Es demasiado peligroso para todos, te podrías enterar de algo que te destruiría en cuestión de segundos.
- ¿Y lo de tu padre?-pregunté extrañado.
- Lo han secuestrado y sólo piden que ceses en tu investigación para soltarlo. Quizá llegaste demasiado lejos sin darte cuenta.
- No lo entiendo, sólo le hice un par de fotos digitales mientras desayunaba-le dije nerviosamente.
- No más preguntas, vuelve a tu lugar de origen y entrega todo el material a Justin sin que Vince Mathews se entere de lo ocurrido.
En ese momento empecé a sudar precipitadamente, tenía la cabeza a punto de estallar y sin poder creerme nada de lo que allí estaba pasando.
- Te daremos lo que nos pidas, pero deberás ser discreto y dar por finalizada tu búsqueda-me dijo Sofía con un brillo especial en sus ojos.
- De acuerdo, entregaré todo a Justin y le diré a Vince que no encontré al tipo irlandés de los juegos mortales. Aunque eso será una mancha imborrable en mi historial. Espero que esté haciendo lo correcto, y que nadie pueda juzgar nunca mi integridad.
En ese momento cerré mis párpados por un instante viendo la imagen de Clarita una y otra vez, era como destellos luminosos. Su figura me estaba avisando de algo malo que me iba a pasar. Me levanté haciendo un ligero ademán con las cejas a Sofía para indicarle que lo había captado todo a la perfección. Una vez frente al espejo me miré estáticamente toda la cara, me incliné y me propiné agua juntando las dos palmas de las manos. Las gotas se deslizaban hasta el abdomen, mis ojos habían enrojecido preocupantemente. No sabía qué hacer, me sentía atrapado en mi propio abismo. Si no detenía la situación podía acabar en lo más profundo de toda esa inmundicia que me había rodeado tantos años sin apenas darme cuenta. Estaba tan solo en la vida, sin mujer e hijo, que me volqué durante años en un trabajo que resultaba ser una tapadera de una red de mafiosos que se dedicaban a joder el cerebro de las personas con esos endiablados juegos mortales llamados blackjacks.
Temía que mi actual situación me devolviese otra vez a la bebida y a ese mundo clandestino del subsuelo; donde habitaban prostitutas, borrachos, drogadictos, y un sinfín de freaks imperfectos apartados obligatoriamente de la sociedad.
“Los caminos rectos no llevan a ningún lugar realmente deseado”, me decía mi padre cada vez que me veía sufrir por una perdida.
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