El silencio de una mujer por Óscar Valderrama
"Era el mortal silencio de nuestra larga mirada en aquel angosto espacio lo que proporcionaba a todo el horror, por enorme que fuera, su única nota innatural".
Henry James, The Turn of the Screw, 1898.
Siempre estaba callada, como si su tiempo fuese distinto al de los demás; y es más, creo que ni ella misma conocía el poder de su silencio. Era un hastío que iba desprendiendo en cada una de sus acciones. Disfrutaba mirando, escuchando; quizá por defecto profesional, pues estudió psicología y jamás dejaba de practicar su propia terapia con los que se le acercaban.
En un momento de su vida aparecí yo, y lo que a continuación les voy a relatar fue lo que sucedió (permitiéndome la libertad de omitir alguna información de carácter privado) .
I
Mi vida era bastante aburrida, insulsa, y llena de vacíos. Todos los días eran iguales, y eso hacía que no supiese nunca en que tramo de la semana me encontraba; solía confundir el sábado con el domingo, el lunes con el martes, y el jueves con el viernes. Es más, en la actualidad aún me pasa.
Un amigo me explicó una vez que a él le sucedía exactamente lo mismo pero en la categoría mensual; y a mi abuela en cambio le pasa con los años.
Es extraño no poder ubicarte nunca en tu propia vida; y no considero mis olvidos como un simple despiste viril, es todo lo contrario. Es algo más complejo, y a la vez absurdo; se trata de una de mis falsas teorías acerca de la existencia del ser humano. Creo que no podré situarme porque no estaré mucho tiempo en este mundo. Es una intuición absoluta que pesa sobre mi cabeza desde que nací. Pensaba en mi misión, y que una vez cumplida desaparecería. Quizá sea escribir esto, y luego adiós.
Dicen que esa clases de intuiciones suelen ser propias de la mujeres.
Pero mi género sexual nunca me llegó a preocupar, porque estaba por encima de todo hasta que la conocí.
Las piernas me temblaban, y las gotas de sudor rociaban mi cuerpo atlético. Todo pasó en uno de los meses más calurosos que recuerdo; y en un mes que pasó de todo, incluso con fiesta mayor incluida.
Acababa de dejar a mi novia de toda la vida, aunque en realidad no la hice caso nunca. No sé porqué la consideraba mi pareja, cuando se trataba de una de esas relaciones a distancia que tanto daño hacen. Fueron tres años, pero pesaban como una eternidad. Era como una de esas películas rusas que nunca terminaban, como un libro de Proust, como una canción de Pink Floyd, como una cena en un mejicano, como un partido de tenis televisado, como un poema de Homero, …
En tres años nos vimos poco, y esa fue la causa detonante de que el suplicio se alargase tanto. Fue un amor de verano prorrogado durante tres largos y desperdiciados años.
Cuando me dejó por otro se me abrió el mundo como a Charlton Heston en los Diez Mandamientos. Pasé unos días de completo relax hasta conocer a la típica golfa esquizofrénica que me duró dos semanas. Después apareció el silencio, apereció ella con su dulce voz y su mirada inquieta. Parecía que siempre estaba esperando algo mejor. Era la amante de la espectativa.
Tenía ese aire a descubridor solitario que no se conformaba con escalar una montaña cuando sabía que habían muchas más por subir. Siempre callaba, se apoderaba el silencio de ella y no la dejaba existir. Era como un coche a medio gas.
(Silencio)
Tenía una presencia despistada, casi desdibujada.
(Pausa)
No se paraba jamás.
(Silencio)
Siempre tenía algo que hacer. Era como un reloj andante con las pilas nuevas. Siempre se adelantaba, nunca se detenía.
Sus pausas eran exclusivamente al aire libre, como si tuviese una deuda con la naturaleza. Tenía el aspecto de una mujer dulce medieval que contemplaba las flores nuevas de su palacio.
Os podeis imaginar lo que pasó cuando un ser así entró en mi vida. Dió actividad a mis días, y eran tan completos que no me podía olvidar la fecha exacta en la que me encontraba.
La relación empezó un quince de agosto del año dos mil. Fuímos al típico cine enano donde se proyectaban películas indies.
Éra una opera prima dirigida por una mujer que explicaba hasta dónde podemos llegar los seres humanos por hacer feliz a alguién. No fue una película normal, de esas que olvidas una vez vista; no, fue La película de mi vida.
Yo también cambié por hacerla feliz.
Antes de entrar en el cine comímos uno de esos platos libaneses, que son bocadillos enrollados con una desconocida carne aliñada para la ocasión.
Cada minuto sentado a su lado era un orgasmo inminente, podía olerla y casi respirábamos juntos. Estaba guapísima esa noche, se había puesto ese vestido blanco que tanto me gustaba. Después de aquel día se lo volvería a ver puesto sólo en un par de ocasiones más. Siempre sueño con su silueta dibujada tras el impresionante vestido veraniego que cubría su estimulante y bronceada piel.
Al cabo de dos días nos dimos el primer beso bajo mi portal. Fue un momento inolvidable, con banda sonora incluída; como en los mejores clásicos americanos.
Cada día era mejor que el anterior, cada beso significaba más en mi corazón.
Recuerdo una noche lluviosa en la que nos refugiamos bajo nuestros paragüas sentados en un banco de una plaza del barrio. No dejábamos de besarnos.
La tienda
A mis veintiséis años lo único que había conseguido en la vida era un videoclub de barrio por el que me hinchaba a pagar impuestos. Era mi pequeño gran patrimonio, una enorme patada de autoestima para alguién que se pasó media vida preparándose para ser actor. No lo conseguí,si exceptuamos un par de obras de treatro de mierda, y alguna figuración televisiva y cinematográfica. También hice algún corto a cambio de un bocadillo, un refresco, y el teléfono de la maquilladora.
La vida me castigó condenándome a pasar ocho horas diárias en un local de ochenta metros cuadrados (incluyendo el almacén).
El almacén
Formaba parte de mi llamado espacio vital. Guardaba siempre mi chaqueta al entrar y el cesto que utilizaba para las películas devueltas por el buzón. Era el primer lugar al que iba después de lavantar la persiana y desactivar la alarma. Fue también el primer lugar dónde hice el amor con la mujer silenciosa. Tumbados en una alfombra marroquí comprada por cinco mil pesetas que guardaba encima de unas cajas de películas, y con una vela encendida.
Poco a poco fuímos acondicionando el rincón de nuestros secretos físicos. Trajimos un saco de dormir para ponerlo encima de la alfombra, ya que me había destrozado las rodillas y ella el culo con las raspadas en el contacto de nuestras pieles con el áspero material con el que se había confeccionado la desagradable alfombra naranja.
En la actualidad la he colocado en el salón de mi casa; si alguna vez mi madre se llegará a enterar de la utilidad del complemento hogareño, no creo que le hiciera mucha gracia.
Mi madre
Todavía vivía en casa debido a mi gandulería; nunca supe buscarme la vida solo, no podía pasar mucho tiempo aislado del útero materno. Tenía una sobreprotección que impedía que lo pasase mal. Es decir, todo era para mí fácil y de color de rosa. Mi madre siempre estaba cerca para protegerme de cualquier acción que pudiese causarme el menor daño. Sin ella a mi lado era un paralítico más. Cómo me había acostumbrado a que me lo hiciese todo, yo no hacía ni el huevo.
Nada más despertarme tenía el desayuno preparado, que constaba de: café, zumo de naranja natural recién exprimido, y tostada con mermelada.
Cada mañana lo mismo y a la misma hora.
Mi vida
La mujer silenciosa se metió en mi vida de la noche a la mañana. Íbamos al cine dos veces por semana, a cenar también dos veces, a tomar el té dos veces, …y todo lo demás dos veces.
No podíamos estar un solo día separados, teníamos nuestro propio lenguaje y esas tonterias inolvidables de todas las parejas. De vez en cuando suelo pasear por los bares dónde iba con ella. No quiero que muera nuestro recuerdo. Siempre la tendré presente.
La recuerdo como mi primer amor de verdad, aunque antes que ella habían pasado unas veinte personas más.
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