NOSOTROS QUE ANHELAMOS LA VIDA
De Óscar Valderrama Cánovas
“Pues mientras nos falta lo que deseamos, nos parece que supera a todo en valor; pero cuando fue alcanzado, se presenta otra cosa, y así siempre estamos presos de la misma sed, nosotros que anhelamos la vida.”
Lucrecio, De rerum natura, III, 1095
1. GALILEA
El comienzo siempre es lo más duro, sobretodo cuando has fracasado una y otra vez; y encima, y eso no es lo peor, jamás te has dado cuenta de los errores cometidos y careces por completo de tiempo para poder enmendarlos.
Ella se fue un día de mi vida, harta de crueles y despóticas mentiras de buitre carroñero. Se quejaba una y otra vez de mi impenetrable e imperturbable vida de perdedor acomodado, algo que había aguantado durante unos cuatro años o cinco años, qué más da, qué sé yo la exactitud de mi partida peor jugada; una partida donde puse exceso sin corazón, crueldad sin sentimiento, una larguísima huelga de mí mismo.
La conocí por casualidad, si se le puede llamar así; ya que creo que cuando conoces a alguien, esa persona está dibujada de antemano en tu destino, en tu mapa del mundo. Pues bien, ella estaba insertada en mi alma desde el día en que nací. Cuando miré sus oscuros y enigmáticos ojos negros creí que me iba a ahogar ante tanta belleza; podía volar alrededor de su rostro con sólo mi imaginación. Por la noche recordaba a cada segundo mi primera conversación, nuestro primer y fortuito encuentro. Creo que ya la había conocido, no exactamente lo que se dice conocer; pero mi alma ya llevaba una porción de su ser.
En aquella época yo dirigía una tienda venida a menos, un videoclub con más agujeros que el Prestige, ya que tenía más acreedores que deudores, más ilusiones que beneficios; todo tan ficticio como mi propia imagen: la de un alopécico muchacho que poseía más de trescientas combinaciones estilísticas para ocultar su cráneo. Conocía a perfección donde debía enclavar cada uno de mis teñidos y despoblados mechones para ocultar una galopante calvicie que me asfixiaba en un mar de asquerosas inseguridades. Recuerdo que, por aquel entonces, cuando alguien me miraba fijamente la cabeza me las ingeniaba para empezar a hablar como un loro; con un nerviosismo que hacia que mi diálogo fuese tan patético como incoherente. El nerviosismo me condenaba a divagar entre miles de estúpidas frases de calvo acomplejado.
Mi primer vacío craneal se produjo a finales de los noventa, yo era un tipo joven majo que se engominaba su preciso y precioso cabello largo colocando una goma estratégicamente a modo de recogido. Mi cabello me hacia sentir tan orgulloso como Sansón antes de tropezarse con Dalila.
Pues bien, yo me tropecé con mi propia Dalila, con esa parte de mi alma que me daba esa luz que no había visto en nadie más. A partir de ahí, con cada soplo de amor que sentía, con cada brisa de su amor, se me iba cayendo poco a poco cada uno de los pelos que poblaban mi cabeza; lentamente iba agonizando hasta que tuve una especie de visión en un programa de la cadena estatal, era uno de esos reality show donde varios chicos se encerraban en una ficticia academia para revivir viejos éxitos de cantantes desafortunados en su progreso hacia la fama.
Durante esos épicos días se pusieron de moda los pañuelos y diademas que los aprendices de estrellas del rock lucían por la preparada academia de cartón-piedra; era como mi propia vida, una falsa imagen ante la magnitud de la triste realidad.
Recorrí toda la ciudad hasta comprar varios modelos, en diferentes colores y tejidos, que me colocaba estratégicamente; así nadie podía observar la escasez de pelo cada vez más frecuente en mi cabeza, ya que mi espalda recogía todo lo que caía para acercarme cada vez más a ese género tan estudiado por Darwin.
Era uno de esos detestables calvos de hombros peludos que poblaban el territorio español. No tenía fuerzas ni para mirarme al espejo, y a partir de ahí todo cambió en mi vida para luchar en una guerra sin batallas donde mi enemigo era yo mismo, o mejor dicho mi pelo.
Por las noches derramaba más lágrimas de las que podían segregar mis ojos, caían por mi rostro como un manantial de agua en medio de una roca, una piedra grande y dura llamada cabeza.
Una noche lluviosa fuimos a tomar un té a uno de esos locales árabes cuyo olor a incienso te recordaba la parroquia a la que asistías de niño para realizar esa estúpida liturgia a la que nos obligan nuestros progenitores y se conoce por el nombre de primera comunión. Me acuerdo que ese día realicé una cómica lectura de unos bíblicos versos sumergido en un malestar corporal de cuarenta grados de fiebre subido a un púlpito y delante de cuarenta vecinos envidiosos del barrio, una docena de amigos de sal - aquellos que conoces al cabo de una docena de favores, de darles todo lo que te piden durante una década, el tiempo suficiente para darte cuenta de lo que realmente es la amistad, más falsa que el tejido de humanidad que cubre a nuestra despistada sociedad -, y familiares que te pellizcan los mofletes asociando el cariño al dolor que te provocan sus subnormales pellizcos. Aquel día fue como una tortura que crees que todavía no mereces, pero que está tan apoyada por tus dioses de la vida –progenitores- que es imposible plantearles el porqué de toda esa estupidez. Creo que Dios jamás querría un sufrimiento pueril acompañado de calzoncillos nuevos que te aprietan, zapatos sólo aptos para ejecutivos pero que deforman los pies de un niño que nunca se descalzó sus deportivas – de imitación en mi caso, de marca en el caso de mis compañeros-, de traje de marinerito, y de regalos que sólo ilusionan a tu madre.
Además, conté con la colaboración de mi hermano mayor, más guapo, delgado, e inteligente que yo; que por aquellos tiempos lucía una enana masa corpulenta de tejido adiposo y una cara marcada por el acné juvenil. Mi hermano apoyó con todo su talento esa ceremonia para ensalzar aún más mi paupérrima imagen de pequeño gordinflón inútil.
Mi padre ocultaba toda su vergüenza en largas sesiones bodegueras donde consumía gran cantidad de litros de alcohol para llegar a casa y recordarme todo aquello que ya sentía. El día de nuestra comunión, no pudo ser menos, y bebió hasta caer doblado en el sofá; donde se pasó unas diez horas entre ronquidos, pedos, y embriagadores aromas de alcohol y pies.
A mi madre la recuerdo llorando, con llantos incesantes y explicando a todas sus amistades el martirio de vivir con un hombre de una sola adicción: el alcohol.
Por supuesto que sus amigas se lo agradecían burlándose de ella en silencio y marginando su estilo de vida.
Recuerdo que un día vino la policía a hacernos una visita, y no de cortesía, por un altercado doméstico en el cual mi padre quiso descubrir otra utilidad para el cuchillo jamonero de la cocina.
Los agentes me miraban, debatiéndose entre la lástima y la rutina; por aquel entonces no existía la magnífica cultura de la mujer maltratada y de los trastornos de hijos de alcohólicos, ni siquiera existían los Alcohólicos Anónimos; aunque nunca entendí porqué se llaman así, ya que en la primera sesión siempre se presentan con nombre y apellidos; en fin, este mundo nunca fue precisamente normal ni lógico.
Aquella noche se me puso el pelo encrespado y mi Dalila sólo hacia que invitarme a sacarme la diadema mojada por esa jodida lluvia que parecía que había viajado desde Londres para estropear aquellos besos tan hermosos que se deslizaban desde mis labios como impulsos magnéticos. Me acercaba cada vez más a su cuerpo mientras ella me explicaba, sin sentirse escuchada, su última historia de amor fracasado. No dejaba de mirarla y me perdía una y otra vez en la inmensidad de su aroma, su belleza, y en la libertad que me daba al sentirme enamorado.
Sabía que esa chica no podía ser nunca para mí, un mentiroso compulsivo que se estaba quedando calvo, con un negocio a las puertas de la bancarrota, y un padre que no probaba el alcohol desde que lo sacaron del manicomio después de aquel suceso con el largo utensilio de cocina.
Tenía que ocultar tantas cosas que no sabía por donde empezar, pero lo hice y cada vez fue a más. Sólo existía una verdad en mi vida, era ella y todo el amor que sentía; que me impedía decirle adiós y me invitaba a venderle una vida perfecta con un prometedor e idílico futuro. Ella, acostumbrada a la mala gente, no lo dudó y se entregó a mí desde el principio en una maravillosa guerra de besos donde no había sitio para nada malo. La mentía una y otra vez, saliendo siempre ileso; apoyándome en aquellos amigos que sabía que no tenía pero que aceptaban mis sobornos de materialismo, abrazos disfrazados, y juergas cansadas y agotadoras en nuestro primer piso; un piso que siempre pagó ella y que yo usurpé vilmente para acometer largas sesiones psicotrópicas con dos enanos culturistas que sólo hablaban de pesas, tablas de ejercicios, y culos con tanga; dos piezas de museo que se arrimaron a mi lado creyendo que estaban enfrente de un ganador (empresario, con piso y con una preciosidad caribeña a su lado). Tarde o temprano, sabía que iba a terminar, pero seguía alargando la cuerda.
Era tan feliz a su lado que no sentía que todo estaba forjado a través de mis mentiras, unas mentiras que las había dicho tantas veces que empezaba a creérmelas. Nunca quise ser su enemigo, pero creo (sinceramente) que no se puede edificar una relación bajo tantos cimientos de locura y mentira.
Ese error, en la actualidad, todavía no lo he podido enmendar y convivo día a día con esa falsedad y con el sentimiento de culpabilidad de haber querido a alguien si haber sido uno mismo. Entonces, quién la quiso, quién la abrazó, quién hizo el amor con ella de esa forma tan mágica y real donde chocaban todas las fuerzas del universo.
Siempre esperé con miedo, pero a la vez con deseo, que se marchase de mi vida al enterarse que nada era cierto; aunque lo más importante, mi amor, eso si fue real, tan real como la sangre que corre por mis venas. Recuerdo que al final de nuestra relación me dijo que ya no me creía, que incluso si le dijera que estaba respirando tampoco lo creería.
Quizá haya perdido a la mejor mujer del mundo, sin embargo nunca la tuve; el que estuvo con ella nunca fui yo, fueron un conjunto de personalidades diversas creadas por mi mente para agradar y a la vez ocultar mi patética existencia.
Lloro cuando pienso que incluso estuvo a punto de tener un hijo con alguien que la engañó, la manipuló, y nunca se dejó conocer por miedo al desprecio y a la carcajada.
Hubiese nacido de su cuerpo un hijo de la mentira, porqué hasta qué punto ella podía amarme si nunca había nadie en el mí interior; aunque creo que nunca dejó de sentir, en pequeñas cantidades, todo el amor que salía de mis verdaderas entrañas, ese amor que estaba por encima de mí mismo, un amor que casi me hace desaparecer de la realidad.
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