EL MATADOR DE TIBURONES
Leyendas puertorriqueñas
Cayetano Coll y Toste
I
Ardía la Aguada en fiesta. Frente a la hermosa bahía estaban anclados los galeones que conducían al Virrey de Nueva España y al Obispo de Tlasteca. Los nobles hidalgos desembarcaron en lo que la armada se aprovisionaba de agua y bastimentos para seguir viaje a Veracruz.
El Virrey, marqués de Villena y duque de Escalona, quiso dejar memoria de su llegada a un puerto de esta isla, y pidió al Teniente a Guerra un niño para apadrinarlo y protegerlo. Se buscó el infante, y le echó las aguas bautismales el obispo acompañante don Juan Palafox y Mendoza. Al niño se le puso por nombre don Diego de Pacheco, como su ilustre padrino. Esto ocurría allá por el año 1640.
El gobernador don Agustín de Silva y Figueroa y el prelado don Fray Alonso de Solís estuvieron en la Aguada a cumplimentar a estos dignatarios.
Los rumbosos festejos habidos, fueron ruidosos y de ellos hablan los cronicones de la isla.
II
En el banquete que se dio en la Casa del Rey en honor de los representantes de S.M. dijo don Diego de Pacheco: -Señores, lo que más me ha llamado la atención en este largo viaje ha sido, que dos días antes de arribar a estas playas, hemos pescado un pez horrendo, que llaman tiburón. Tenía cuatro varas de largo y la tremenda boca guarnecida de unas hileras de dientes movibles. Muerto y echado sobre la cubierta del barco infundía pavor tan feroz animal.
-Pues, señor Virrey, aquí en la Aguada, hay quien lucha con un tiburón y lo vence - contestó el Teniente a Guerra.
-¿Qué dice usted, amigo mío? -replicó el Virrey sorprendido; y añadió -: ¿Puede ser eso verdad? gustaríame presenciar tan sorprendente combate.
-Tenemos un pescador ribereño, que suele batirse cuerpo a cuerpo y siempre con feliz éxito.
-Pues llámelo usted, que deseo conocerlo.
III
Rufino, el indio, era un matador de tiburones. Moraba en la aldehuela Aguadilla, frente al surgidero de las naos, y vivía de la pesca. Mocetón de más de veinte años, era de baja estatura, ancho de espaldas, fornidos miembros y color achocolatado. A simple vista, se descubría en él el cruce de las razas pobladoras de esta isla. Ojos grandes, nariz aguileña, labios gruesos, pelo negro y abundante. Simpático, humilde y complaciente. El teniente le mandó llamar y le dijo:
-Muchacho, nuestros nobles huéspedes desean verte peleando con un tiburón. ¿Estás dispuesto a ello?
-No, señor.
-¿Por qué?-interrogó el Teniente.
-Porque no tengo mis escapularios de la Virgen del Carmen.
-¿Y dónde están?
-Estaban muy deteriorados y los envié al Convento de Monjas Carmelitas de la Capital para que me los compusieran.
-Te daré cuatro pesos fuertes, si peleas mañana con un tiburón en presencia del Virrey y del Obispo que van para México.
-No puedo, mi Teniente; necesito mis escapularios de la Virgen del Carmen.
-Te daré ocho pesos...
-¡No puede ser, señor!
Presentando Rufino al Virrey, enterado éste de la negativa rotunda del pescador, lo trató con sumo afecto y le dijo sugestivamente:
-Mañana pelearás con un tiburón y además de los ocho pesos fuertes que te dará el Teniente, yo te regalaré una onza de oro española.
IV
El matador de tiburones se pasó toda la noche pensando en su aciaga suerte. Cuando se le presentaba oportunidad de ganar un puñado de dinero, que le sacaría de tantos apuros, se encontraba sin sus queridos escapularios de la Virgen del Carmen, sin los cuales jamás había salido al mar, ni siquiera a pescar.
Descansó poco. Levantóse temprano y buscó su daguilla de combate, que llamaba mi alfiler. Este era un largo puñal, hecho de una escofina y con un fuerte cabo de huesos. Tenía una pulgada de ancho y trece de largo. Lo aceitó y lo guardó en su vaina de cuero; tenía en el cabo una manija, de curricán, para asegurarlo en la muñeca cuando se arrojaba al mar a combatir a los escualos.
Salió y fuese a la plaza. El mar estaba como una lámina de acero, terso y limpio. Los galeones reales lucían sus vistosas banderolas y los barcos pescadores regresaban al puerto con su pesca. Entró en un bodegón a desayunarse.
V
Como a las diez de la mañana hubo algazara en la playa. Los que atalayaban avisaron al Teniente a Guerra que un tiburón había entrado en la bahía. El Teniente avisó a sus hidalgos huéspedes y toda la comitiva se dirigió a la playa.
Rufino no había salido del bodegón. Allí estaba pensativo, con las manos sujetándose la cabeza. El ruido de la playa llegaba a él como una provocación; pero él no se movía. La gritería iba en aumento. El dueño del bodegón tocó en el hombro a Rufino. Este levantó la cabeza y exclamó:
-¿Qué hay?
-Que hoy vas a ganar mucho dinero.
-No sé...
Entonces se levantó, nervioso y preocupado, y se alejó de allí. Se dirigió a la playa. La multitud lo invadía todo. Llegó a la dársena de los botes y miró al horizonte, poniéndose la mano de visera sobre la frente. Apretó los puños con ira. Había divisado la aleta negra del tiburón sobre las ondas. El voraz animal husmeaba qué comer cerca de los galeones. El Teniente ordenó que le arrojasen un perro chino para atraerlo a la orilla. La orden se había cumplido. Tan pronto lo divisó el monstruo, se hundió la negruzca aleta, para virarse el escualo y poder devorar el infeliz perrillo. Un espumarejo de sangre manchó la superficie del agua.
VI
Rufino lo había visto todo: Le brillaron los ojos de coraje con deseos de combatir la fiera. Corrió a la punta de la dársena. Se desvistió rápidamente y daga en mano se lanzó impetuoso al mar. El gentío aplaudió con estrépito.
La aleta negra del tiburón, como una velilla latina, volvió a aparecer sobre el mar. Rufino nadó con bravura hacia ella. De repente desapareció la siniestra aleta negra y también zambulló el pescador. El agua se movía compulsivamente. Debajo de la superficie se desarrollaba la encarnizada lucha. Rufino era un gran buzo, pero la ansiedad y expectación eran muy grandes.
Apareció sobre las ondas el muchacho y se vio que nadaba apresuradamente hacia tierra. Al llegar a la orilla se desmayó. El pueblo acudió en tropel en torno del pescador, que estaba muy pálido. Hubo necesidad de auxiliarle. Su boca estaba teñida en sangre. Vuelto en sí, se sentó transido de ansiedad. Miró su daguilla. Estaba límpido el acero, pero rojo el hueso del cabo. Escupió y al ver que escupía sangre exclamó con gran tristeza:
-¡Ah! ¡Mis escapularios, mis escapularios...!
De pronto gritó con alegría:
-¡Allí está! ¡Allí está! ¡Lo maté! Oerim ¡ay! ¡él también me ha herido!
Rufino, al clavar por segunda vez su puñal al monstruo moribundo, recibió un aletazo en el pecho que en poco le priva el conocimiento, y, perdido el sentido, se hubiera ahogado.
El gentío vociferaba atrozmente. Sobre la superficie de las aguas se iba destacando el horrible animal, con su espantosa boca abierta, privado de la vida.
Diestros ribereños, en sus pequeños esquifes, empezaron a remolcarlo hacia tierra.
VII
El Virrey se acercó al grupo donde estaba Rufino, puso su diestra sobre la cabeza del matador triunfante y le dijo:
-Eres un valiente, pero no vuelvas a repetir esa hazaña.
Y le entregó dos onzas españolas. Al poco rato la gorra del pobre ribereño estaba llena de dinero. Hasta los marinos de los galeones, que habían presenciado su heroicidad, le enviaban su regalo en toda clase de monedas.
Fue conducido Rufino a su bohío en brazos de sus amigos. Estuvo gravemente enfermo por algún tiempo, pero su recia naturaleza venció el mal y cicatrizó su pulmón herido. Compró redes de pescar y un buen bote y no volvió a combatir con los monstruos del mar. En el comedor de su cabaña, pendiente del seto, guardaba como trofeo de sus victorias la célebre daguilla rodeada de dientes de tiburones.
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