Ludwig van Beethoven
Había una vez un gran hombre, pero en un principio, como todos, era sólo la mitad. Era un joven desencajado de su ambiente, y es que su amor por la música nació precisamente por el repudio de su entorno; le desagradaba escuchar a esas cotorras disfrazadas de mujeres y a los hombre con sus voces malsonantes por culpa de los puros y el whisky, exclamando en altos tenores como explotar a los bajos.
Aquellas voces disonantes la causa de su malestar, y para no escucharlos más, tocaba a su mujer etérea, su musa, a quien llamaba con ternura y en diminutivo, música.
Beethoven y música pasaban horas jugando sobre el piano. Pasaron los años y siendo casi un ¾ de gran hombre, vino el desamor. Ella se fugó para siempre de su vida. Beethoven sabía, porque conocía muy bien a música, como la puta indiferente, bisexual, pedofilica, zoofilica y violadora, con sus sinuosas curvas rítmicas, exhibía sus politonales sin ningún pudor, seducía y besaba el lóbulo auricular de todos, menos los de él.
La locura pasional, los celos y la tristeza de no sentirla más, le hicieron infeliz. Beethoven con sus diez dedos trajinaba sus orejas en busca del problema; algunas veces encontraba sangre, otras nada, pero nunca pudo sacar lo que buscaba, su sordera o alguna explicación.
Frustrado golpeaba su cabeza contra el piano, una y otra vez, una y otra vez sin detenerse porque no escuchaba el sonido de su impacto. Se tomaba la cabeza, tiraba de sus pelos, gritaba. Con este ritual Beethoven se convirtió en el gran hombre y quizás un ½ más, al resignarse y compartir los recuerdos de su amada con el resto de la humanidad. Compuso y tocó el recuerdo de esos momentos íntimos que tanta pasión le dieron, teniendo la esperanza que, un buen día, ella decidiera volver a sus oídos.
Gracias a que sus manos alcanzaron el sexo de ella, aún quedaba música en sus dedos. En realidad, también había cerumen. Nadie podría tocar un acorde como el de "claro de luna" y hacerse un peinado como ese, con los dedos secos.
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