Por la mañana el sol se había levantado cansado, perezoso, como no queriendo hacerlo; negándose tal vez a un nuevo ciclo, a un nuevo día.
Arriba en el monte, debajo del viejo árbol ardían aún las últimas brasas del fogón. Una pava, negra por el hollín y los años, silvaba quejosa por el poco agua rehervida que todavía no se había consumido. Negras hormigas se adueñaban de restos de pan y comida de la noche anterior y los llevaban, laboriosas, al hormiguero debajo de un tronco podrido.
El invierno ya estaba pronto a llegar.
Alrededor del mediodía círculos de hambrientos caranchos y chimangos comenzarón a cerrarse y a descender en un rápido espiral sobre el matorral.
Tras noches de vigilia y acecho, al fin llego la hora del encuentro,ambos cayeron al mismo tiempo. Sin vencer, sin perder. Los cuerpos yacían inertes, como abrazados, unidos en un ritual de muerte. Joaquín tenia el cuello destrozado y un manantial de sangre se secaba sobre la piel de su rival.
El único, pero mortal disparo que Joaquin alcanzó a disparar no logró evitar esta vez que el viejo puma lo hiriese de muerte.
En el rancho, allá en el llano, Juana comenzó a sacar un cubierto de la mesa. Las papas y la carne recocidas ya se habían cubierto de una fina capa de grasa fría. En todos estos años, él nunca se había demorado más allá del plato de sopa y ella no necesitaba otra señal que esa para saber que desde ahora tendría que terminar de criar a su crío sola, como así tambien allá, arriba en la montaña, la puma tendrá que ocuparse por si sola del alimento de su único cachorro.
Con el tiempo el monte se encargará del reencuentro de los hijos y ellos de repetir la historia.

© Norberto Adrian Mondrik.