Titonwana y Gisomwe
Erase un a vez una familia de esclavos que mantenían el campo de una familia Inglesa, en las altas tierras de Estados Unidos. Era una pareja de amantes muy jóvenes que no recordaban si quiera, cuando fue que se enamoraron. Sabían que estuvieron juntos muchos años, sabían que en la vieja Etiopía muchos eran los que sufrían de los mismos agravios, sabían que el momento de regresar, algún día iba a llegar.
Gisomwe, el hombre, trabajaba en la cosecha. Todas las mañanas se levantaba muy temprano. Sus ropajes no eran más que desechos del blanco y tanto en la rodilla como en los hombros, se notaba el cuero que remendaba las prendas. Era un hombre tranquilo por obligación, no por decisión propia. La mujer, Titonwana, cocinaba y hacía las tareas de la casa. Su cuerpo era sesgado. Parecía que las cucharas que le daba al almuerzo, para sazonar, la sobrealimentaban. Por las noches recibía los buenos modales del patrón, éste le dejaba sobre uno de los anaqueles un jarrón con huesos para que alimente a su querido esposo. Muchas eran las noches que no se nutrían. En esos momentos preferían dormirse temprano, mirando las estrellas e imaginando la tierra donde los negros eran los patrones.
Una noche Titonwana esperó a su marido con una fruta azul en la alfombra de cuero, al lado del catre. Gisomwe entró transpirado y con la espalda tan roja como el mar del puerto de Eritrea. Después le contaría que el patrón se había enojado por la baja cantidad de frutas que extrajo en el día. Latigazo, tras latigazo, entendió que tenía razón. Titonwana parecía que escuchaba atentamente pero en realidad pensaba en la bella musculatura y en las facciones de su querido esposo.
Siéntate (le dijo)
¿Y eso de dónde lo sacaste?¿Qué es esa fruta? (Gisomwe parecía asombrado)
Siéntate, está es una de las frutas con las que cocino todos los días. Varias veces te hable de ella pero no de forma explicita. Me imagine que nunca la habías visto. Los patrones tienen una huerta detrás del corral de las ovejas y sé muy bien que no te dejan ir hasta allí. Al principio pensé que era una especie rara de remolacha, con gusto a pomelo y de la misma forma de un pepino. Después me di cuenta que solamente nuestros patrones tienen estás frutas extrañas, me enteré porque una vez los escuché hablando con el alcalde, en una de sus tantas cenas. Te puedo asegurar que es perfecta para todas las comidas, su gusto no es comparable con otra fruta.
¿Y a qué viene todo esto?¿Te robaste la fruta?¿En que estabas pensando cuándo hiciste eso? Ahora tendremos que soportar las injurias de los patrones y seguramente que nos terminaran vendiendo a nuevos amos. (Titonwana seguía sin escuchar y prosiguió con su relato)
La señora Smith las llama Wiwinquillas. En realidad no sé porque ese nombre. Fue ella la que hace unas noches me encontró en la cocina y me pidió un favor. Me dijo que esta buscando tener un hijo pero según los médicos eso era imposible.
¿Y qué tiene que ver la fruta en todo esto?
Las Wiwinquillas no se conocen en ninguna parte del mundo, entonces yo le puedo dar un niño a cambio de la huerta. Y una vez que tengamos la huerta en nuestro poder, nos podremos escapar a las tierras que siempre soñamos.
No te puedo mentir, no estoy de acuerdo. Pero no tenemos nada que perder.
Aquella noche no hablaron más. Se recostaron en el catre y pusieron entre medio a la fruta que podía darles la libertad. Al día siguiente, Titonwana habló con la señora Smith y ésta aceptó la propuesta.
Los meses eran interminables y la panza de Titonwana iba tomando cada vez más vida. Los patrones cesaron con las reprimendas, aunque las amenazas psicológicas hacia Gisomwe seguían siendo muy fuertes. Eran amables cuando la casa estaba vacía, las visitas parecían cambiarlos rotundamente. En lo que concierne a la relación entre Titonwana y Gisomwe, mucho había cambiado. Ella estaba cada vez más sensible y él cada vez más cascarrabia, no soportaba que su mujer esté embarazada por un blanco que lo golpeaba.
Fue, hasta su cuarto mes de embarazo. Titonwana hasta ese momento tenía caprichos que ella misma preparaba, pollo al horno, verduras y pescados. Una madrugada despertó con un antojo muy particular.
Gisomwe, Gisomwe. Despierta tengo un antojo.
Eh, espera hasta el amanecer. Después cumpliré con todos tus deseos.
No, despierta. No lo soporto, tengo ganas de comer unas ricas Wiwinquillas. Las Wiwinquillas son mi plato preferido, y si no me lo consigues, me moriré. Y si me muero, tu también morirás de hambre porque no te podré hacer la comida. Y entonces no podremos tener al niño y tampoco podremos irnos a Etiopía.
Gisomwe aquella noche accedió a los pedidos de Titonwana pero desde aquel momento dejaron de hablarse como lo hacían. A medida que se iba acercando la fecha en que nacería el niño, Titonwana cada vez pedía más Wiwinquillas. Era una adicción que no podía dejar. Siempre Wiwinquillas, en los postres y en las comidas, en la merienda, en la cena y en el almuerzo. Siempre y para todo, Wiwinquillas. A medida que Titonwana saciaba su hambre con las Wiwinquillas, mayor era el deseo de las mismas.
A los cinco meses Titonwana tuvo a su niño. Fue un parto improvisado en la pieza mayor de la mansión de los Smith. Era blanco como el padre y los ojitos no se animaban a verla llorar. El señor Smith sin decir nada, le quito el bebe de los brazos y lo puso en el regazo de su esposa.
Ahora váyanse lo más lejos posible y no regresen nunca más. Si los vuelvo a ver, les juro que los mato. Y llévense lo que queda de la huerta que ya no nos importa (dijo el señor Smith)
Titonwana y Gisomwe regresaron a la pieza improvisada que tenían al lado del establo. Recogieron todas sus pertenencias, tres mudas de ropa, un jarrón y un santo de tez negra. Pasaron por la huerta para recoger las Wiwinquillas y tan solo quedaban dos. Titonwana no soportó ni siquiera dos kilómetros para devorar a las riquísimas Wiwinquillas.
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