Ariel
Seguramente que nada habría pasado. Las nebulosas, bien se pueden tocar, cuando más lejos están. La penumbra de la maldad, el rastro de su sombra, se percibe con facilidad en las mañanas. Cuando los ojos todavía insisten en dormir y no dormitar.
Pero nada de esto sucede por las mañanas, o mejor dicho, los sucesos de mayor importancia se concretan, cuando son abolidos los avatares de los colchones envueltos de pana. Por las mañanas todo termina (o empieza)
Ariel, así lo llamó su padre por uno de los satélites de Urano. En su sangre siempre llevará por ese gustito por las estrellas. Su tío paterno era un físico muy importante que se había “reclutado” en las filas de una gran empresa Norteamericana. Su padre, un astrónomo admirador de Galileo, casi a ultranza. Ariel escuchaba todas las noches la misma historia, la misma leyenda. Aquella que ubicaba a la imagen de Galilei en una celda con barrotes, por sus controversias eclesiásticas, mirando al cielo y diciendo: “... y sin embargo se mueven”.
Ariel era una chico de la nueva generación, ésa que nació con la televisión y la sencillez ante sus ojos. No le gustaba leer y el ajedrez lo aburría. Prefería los videos juegos y las películas de ciencia-ficción. Muchas veces lo estimularon para que estudiara y se forme. Parecía ilógico no llegar a ser un profesional (¡Qué obligación!). Ariel nunca hizo caso a los concejos de sus mayores. Se conformaba tan solo con obtener el silencio de los demás, cuando un acorde de su guitarra sonaba. Era músico. Desde muy chico estudió piano, guitarra, flauta y armónica. También se educó en el cantó para aprender a modular su voz.
No le gustaba discutir. Su padre buscaba batallarlo con sus pensamientos éticos y morales, él disuadía la conversación con una frase que siempre repetía: “Vos estudias lo que yo soy, y no me comprendes”.
Por las noches ensayaba con su banda, a dos cuadras de su hogar. Prefería caminar ese trayecto. Las casas eran bajas, los jardines verdes, los árboles colosales y las personas eran muy cálidas. Ariel era reconocido tanto en esas dos calles, rutinarias, como en las grandes avenidas de la populosa ciudad.
Una tarde Ariel salió a caminar, necesitaba inspiración. Se sentó a mitad de cuadra, solamente a mirar el cielo. Recordaba su niñez, recordaba las mariposas y los bichitos de luz. De golpe, un auto antiguo se detuvo enfrente, como un toro que impulsa rabia y exhala vapor. Tal era la concentración de Ariel, que no se había dado cuenta que una persona bajaba del auto y se dirigía hacía él. En pocos segundos, Ariel estaba encapuchado y dentro del coche.
Los golpes hicieron que se desmayé. Cuando despertó sus brazos empezaban a marcarse. Una soga lo amaniataba. Yacía sentado en una, dura, silla de madera. Sus ojos, con mucho esfuerzo, podían ver un poco del suelo. Eran baldosas blancas que no estaban enceradas.
Una tarde, Ariel pudo ver los zapatos de uno de los hombres. Eran marrones. Los cordones estaban atados en forma de equis, tenían mucha pelusa y la lengüeta estaba muy oscura. El hombre no decía nada, simplemente lo alimentaba. Ariel se atragantaba con las grandes cucharadas que le daba el hombre. En uno de sus tantos atoros, vio un destello de la mano del hombre, haciendo una especie de avioncito para darle de comer.
¿Cómo saber, cuándo es día y cuándo es noche? Si el brillo del sol no calienta, y si la pálida luna, ya ni eso puede ser. Ariel una vez al día veía el reflejo de algo que parecía ser una ventana. Eran los diez minutos más hermosos de su estadía. O por lo menos, los minutos más cálidos.
Uno no ve, lo que no quiere ver. Uno no escucha, lo que no quiere oír. Ariel era músico, y como tal, su oído estaba bien amaestrado. Los hombres se apodaban con los nombres de algunas estrellas: Aquilae, Betelgeuse, Sirio, Orionis y Arturo. Por las voces, eran dos hombres y dos mujeres. Podía haber una quinta persona que nunca habló, pero siempre se comentaban sus ordenes. Arturo parecía ser muy precavido.
La última noche de su estadía escuchó la voz de Arturo. Era ronca y lenta. Su pronunciación no era perfecta. Parecía la voz de una persona mayor de cincuenta años, ni viejo, ni joven. El hombre quería confundirlo, merodeaba la silla, cambiaba las fuerzas de los pasos, hasta se callaba por momentos.
Quédate tranquilo pendejo (dijo)Hoy termina todo. Tu papito se está portando muy bien. Parece que entendió cómo es el tema. Primero quiero que sepas que no tengo nada en contra tuya. Son otros temas los que me preocupan. Segundo, quiero que sepas que me encanta tu nombre, si pudiese tener un hijo me complacería que fuera como vos. Tercero, y último, dejaría todo mi dinero por destruir a tu viejo, y para lograr eso voy a empezar matándote como un gusano. Quédate quietito y no vas a sufrir, eso te lo aseguró. Escucha pibe, esto es música (Ariel oía un retraído tic-tac)
Después de algunos segundos el silencio invadió la habitación, únicamente se oían algunos acordes ruiseñores de una caja llena de cables.
Algunos dicen que en los momentos más desesperados, uno recuerda toda la vida como si fuera una línea del tiempo. Otros, ven más allá e imaginan, una luz que los llama con el mismo amor fraternal de una madre. Ariel no quiso ver nada y solamente se puso a cantar. Tan fuerte, que los pájaros sobrevolaban la casa como nunca antes se había visto, los árboles se querían despegar del suelo y el viento no soplaba, bramaba.
Se escucharon unas vocecitas. Cada vez eran más fuertes y más claras. Eran niñas cantando una canción de Ariel. Niñas que no le temían al peligro. Niñas que merecían ser mujeres. Ariel destapó sus ojos y vio a tres angelitos que no podían entender ese momento. Las niñas liberaron sus manos y corrieron hasta el jardín vecino. Ariel las persiguió, luchando con sus piernas acostumbradas a la quietud. Se abalanzó sobre el suelo, cuando la casa estalló, y vio en la esquina un auto importado que parecía escapar.
Ariel corrió y corrió. Pidió auxilio en una remiseria. Le dieron una frazada para que resguardara su cuerpo descubierto y lo llevaron hasta su casa. El portón estaba lleno de afiches que pedían su libertad, la gente se amontonaba, muchos lloraban y algunos reían, y había vírgenes iluminadas por velas improvisadas.
Fue saludando a uno por uno. Había personas que no conocía y le expresaban, sólo con la mirada, la más dulce felicidad. Dentro de su hogar, los amigos y la familia gritaban su nombre, y vertían sus emociones con millones de abrazos. En un rincón, un hombre fumaba un habano y solamente miraba. Ariel se acercó y no le dijo nada, simplemente lo abrazó, y se puso a llorar.
Tenemos que hablar hijo (el hombre lloraba a la par de Ariel) Pasaron muchas cosas cuándo no estabas, y mientras más rápido lo solucionemos mejor.
¿El tío está en Argentina?(Ariel secaba sus lagrimas)
No, me llamó hace un rato y me dijo que está llegando mañana a la mañana.
Bueno (la cara de Ariel cambio de golpe al escuchar la frase del padre) Ahora más que nunca tenemos que hablar.
Ariel y su padre se encerraron en la oficina. Hablaron de muchos temas, del amor, de la vocación y fundamentalmente de la familia. Jamás se los había visto de esa manera. La madre preparó unas ricas milanesas con puré, el plato preferido de Ariel, los hermanos acomodaron la mesa y le dijeron que se siente en la punta. A su diestra se sentó el padre.
A la mañana siguiente llegó el tío de Estados Unidos. Era muy temprano y el sol todavía no había salido. Los afiches y las vírgenes estaban inmóviles. La gente se había olvidado los papelitos del festejo y el viento se encargaba de limpiar la mañana.
¿Cómo estás Orlando? Tanto tiempo sin verte. ¿Cómo van tus cosas en Estados Unidos?(el padre de Ariel parecía recién levantado)
La verdad qué muy bien, no me puedo quejar. La compañía me ascendió, mi mujer tiene un coche nuevo, tengo un jardín con enanos y me acuesto con mi secretaria. Solamente me falta tener un hijo pero los doctores dicen que me puedo curar.
No cambiaste nada. Siempre estás reprochando. Entiendo que es muy duro no poder tener hijos. Éramos borregos cuando paso lo que paso. Ya no sé cómo pedirte perdón.
¿Sabes algo de tu hijo?¿Están todos durmiendo?
Vamos a tomar algo (El padre de Ariel llevó el bolso a la pieza de servicio y después sirvió unos vasos de Vodka) Parece que mi hijo falleció, encontraron sus ropas en una casa de Moreno, que se incendió. Ya no tengo futuro, mis ojos ya no pueden ver. Encima una empresa de tu país quiere comprar el Instituto donde trabajo, y viste cómo son estas cosas, cuando ellos toman el poder comienza la reducción de personal.
Quédate tranquilo, yo soy uno de esos empresarios y voy a hacer todo lo posible para que no te echen. Y lamento mucho lo de tu hijo, de verdad.
Espérame un minuto (El padre de Ariel se paró en medio del camino a la oficina y dijo) Ah, te quiero mucho y siempre te voy a querer. Después de todo sos mi hermano. (el padre desapareció al cruzar la puerta)
Orlando, el tío, comenzó a sonreír cada vez más fuerte. Se sirvió otro vaso de vodka, y al darse vuelta, lo vio a Ariel sentado en la mesa, mirándolo.
¿Qué haces acá pendejo? Vos tendrías que estar muerto. (el tío se quedó tan quieto qué ni siquiera se dio cuenta que se estaba volcando un poco de bebida)
Ni siquiera te cambiaste los zapatos. Hubiera jurado que eras más inteligente, siempre te estimé por eso, pero parece que algunos pormenores te fallaron. Me encantaron los apodos de tus amigos. Yo en vez de Arturo, me habría llamado Barnard, solamente por una cuestión de sutileza auditiva. Sólo quiero que sepas que los detalles son fundamentales. Primero, nunca digas palabras que sólo algunos entendemos, fue en vano la referencia a mi padre. Eso debe ser por tú poca costumbre con mi idioma, seguro que ya te olvidaste que sos un sudaca como yo. Segundo, sí tenes tanto dinero cómprate ropa nueva, cambia ese coche importado y no expongas a los demás tu pasaporte, ¿cómo lo vas a dejar en el bolso?. Tercero, y último, mi padre no tiene la culpa de tú esterilidad (la policía cruzó la puerta de la oficina y de la pieza de servicio, en donde estaba el bolso, lo apresaron y sin decir una palabra se alejaron) |