Don Pepe
Aquella tarde recibí la invitación, estaba limpiando un par de papeles de unos anaqueles, en una oficina de la calle Defensa. Solo tenía que acomodarlos pero mí maldita pulcritud me dijo que los adorne de exactitud. Me pase alrededor de cinco horas parado frente a ellos, el polvillo de los biblioratos del 92 tenían la belleza del año entrante, pero con la frescura de un buen pasar económico (para algunos pocos). A la hora del almuerzo preferí sentarme, mirando las arrugadas tapas, desoladas, inexactas. Pensando el valor armonioso que alguna vez tuvieron, especulando cual es su utilidad, hoy día.
Sabiendo que no tenía mucho tiempo, dejé los papeles más desordenados de lo que estaban. Solamente para no abandonar la tarea. Fui a tomar un café, con algunas medialunas en un pequeño bar lleno de pos-modernidad. Las luces eran tenues, la sillas confortables y relucientes, y las mesas, demasiado pequeñas para mí vieja espalda, ¡pero qué se puede esperar de una ciudad que se olvidó de los cafetines! Las mozas tienen piernas tan largas como un corredor, de pasos apacibles, sus pechos son firmes, sus cabelleras brillan mientras la minifaldas se hacen más pequeñas. Pareciera que habría una ley en el abotonado de las camisas, los dos broches superiores nunca se tienen que conectar, ley 46.335 de la caja chica del lugar. Con semejante figura ya me olvidé de los sobacos transpirados de Don Pepe, él también llevaba la camisa entreabierta pero su estilo era muy diferente. Su blusa estaba desprendida hasta la boca del estomago, ocultaba una barriga de buen alimentar, su cabello era opaco o quizás la transpiración constante del entrecejo apagaba su flequillo incipiente.
Recuerdo, que tenía mesas de madera tan viejas como las sillas crujientes. Don Pepe había venido de España, más bien, del País Vasco. La guerra lo trajo hasta estos lugares de América dejando a toda su familia allá, lejos, muy lejos, para algún día reencontrarse con ellos. Cosa que nunca sucedió. Era un niño cuando lo vi por primera vez, todavía no me merecía los pantalones largos, me ofreció algunas monedas a cambio de una barrida rápida y desprolija. Después hice algunos trabajos para él, repartía comida, limpiaba, tomaba los pedidos, hasta una vez llegue a cocinar.
Pero son sólo recuerdos, ya no vivo cerca de los empedrados de San Telmo y Don Pepe, ya no vive. Falleció el 7 de Enero de 1992, yo estaba veraneando con la familia de un amigo en la costa atlántica, y fue hasta el 15 de Enero que no supe lo que había pasado. Un infarto. Los médicos solamente tuvieron que reconocer el cuerpo que ya despedía gases, en un catre de madera de un hotel solitario de la Avenida Caseros. La última vez que lo vi fue antes de irme a la costa, no recuerdo bien la fecha, tampoco recuerdo como estaba vestido, solo tengo en la cabeza las palabras de Don Pepe.
Pendejo, ya se fueron todos del barrio. Solamente quedamos Rita, la del Kiosco, y yo. Primero fuiste vos, después clara y ahora todo el mundo. Las calles ya no son lo que eran, los pibes no se divierten tirándoles bombitas de agua a los colectivos, y a las chicas prolijas, ahora se sientan en la esquina a mirarse las caras, como si no se conocieran. Se te extraña mucho por el barrio, ahora estoy laburando con un pibe un poco mas chico que vos, es macanudo el chiquilín. Pero que le vamos a hacer. Todo cambio muy rápido, y yo estoy en la lista negra. La otra vez pasaron unos tipos bien empilchados para comprarme el local, dicen que quieren poner un bar. Yo les dije que ya había un bar en el barrio y que no hacía falta otro más. Pero me ofrecieron buena guita, y seguro que agarre porque tengo ganas de volverme a Euskadi. Ya ni me acuerdo las caras de mis pibes, pero supongo que son como vos, bonachones y bien piolas.
Solamente escuchaba, afirmaba, y parecía prestarle atención, pero en realidad, solo intentaba dejar el pasado en un bello lugar, en el pasado. Le prometí que iba a ir a visitarlo y me aleje.
Desde aquel momento, nunca estuve tan feliz como lo estoy ahora. Pues el pasado, sigue estando en el pasado, pero lo más importante es que el futuro es ahora. No lo digo por filosofar, tampoco por la sencilla fluidez de mis palabras. Lo digo porque ahora soy dueño de un bar en la calle Defensa, justo donde el viejo Pepe empezó una nueva vida, lo he llamado en su honor “Añoranzas del País Vasco”, tiene fotos de los linderos franceses, de sus montañas y de su Pepe.
Cambiamos todas las sillas y las mesas que esos tipos trajeados nos dejaron. Y por recomendaciones financieras tuve que mostrar lo que la gente busca, mesas pequeñas, chicas pulposas, poca luz, y todas esas cosas que se añoran del País que alza las alas de un águila de pocas plumas. Dejé la mesa de Pepe tan exacta como pude, siempre al lado del mostrador, con su silla quejosa y con una botellita de vino, que nunca se bebe.
Parece que el bar sin Pepe a ellos no les funcionó. Yo soy optimista, y seguro que me va a ir bien, además después de todo estoy cumpliendo una promesa. Yo le había dicho que lo iba a visitar, y aquí estoy. |