LA PRIMERA VEZ, O EL ABURRIMIENTO
La primera vez no sabía que era la primera vez. El cielo estaba despejado y el sol empezaba a alzarse. El aire por la mañana era fresco, pero dejaba entrever una DIA caluroso. Los olores de camino hacia el colegio eran fantásticos. Desde encima la bicicleta la suave brisa complacía la cara y hacía palpables el olor del aire, su humedad y frescura, el olor de los pinos y plátanos. Al lado de la carretera que unía el pueblo con el colegio, la tierra húmeda donde yacían plantas verdes y fuertes. El pendiente de la calle permitía hacer todo el recorrido sin manos, lo que permitía prestar más atención al entorno.
Entre gritos de jolgorios y aprensividades, los niños entraban en clase y se iban sentados a sus respectivos asientos. Impacientes, la profesora tuvo que dar un par de toques de atención para que se la escuchara y poder dar las instrucciones pertinentes. El autobús estaba en la parte trasera, así que se saldría por el patio interior paralelo al patio de vidrio, y, a continuación, se dirigirían al patio exterior en filas organizadas, para que las profesoras pudiesen controlar a los alumnos de los diferentes cursos.
Cuando la profesora terminó los chicos se apresuraron a coger las maletas y dirigirse a la puerta del extremo del patio interior, dónde debían esperar.
El chico sentado en la parte izquierda de la clase en las primeras mesas, estaba acompañado por sus respectivos compañeros de mesa y amigos. Pero esa mañana no los vio. No se acordó de ellos o simplemente no estaban. Así que sin saber muy bien que pensaba, se dirigió, como los demás niños, hacia la cola. Caminaba por el patio adornado de fruteros y cada vez le costaba más andar, hasta el punto que no podía andar, así que tuvo que pensar en andar y esforzarse en ello. El chico empezó a sentir una terrible ansiedad. De entre los demás niños se había parado hi había dicho; No. Pero no tenía la más mínima idea de lo que significaba aquello. En ese patio fantástico de piedras conglomeradas y cerámica vista de principios de siglo un niño se veía incapaz de subir al bus e ir de excursión a visitar los volcanes. No sabía que hacía allí, todo le resultaba extraño, conocido pero extraño. Su colegio, sus compañeros, su mundo estaba insertado en aquellas paredes, pero sentía que fallaba algo. Se sentía tan lejos de todo aquello que estaba convencido de irse sin decir nada a nadie, y presentarse en su casa diciéndoles que no le apetecía ir a la excursión. Que no sabía porqué, pero no le apetecía ir a la excursión. Sentía la necesidad de que alguien le explicara lo que ocurría, se sentía tan distinto a los demás. Era la primera vez que anclaba su bandera. Le parecía que el mundo no iba con él. Quería que se fueran, él no pintaba nada en todo aquello, pero esto mismo lo aterraba. No podía pasarle aquello, no, así que intentaba sobreponerse. Esto le provocaba un sentimiento de soledad y desamparo terrible. Era dolor, para él era algo que no entendía. Había parido algo que no entendía. La autocompasión no le dejaba escapar. Su madre le venía en mente, y así se calmaba. Sabía que allí lo abrazarían y se terminaría todo. Pero esto no solucionaría el problema sino que le dejaría en una situación todavía más desfavorable, porqué, ¿Y si la madre tampoco podía hacer nada? La posibilidad de que fuese cierto le inducía a contentarse con solo imaginárselo. La posibilidad de que llegado a su hogar, no hubiese nada, tampoco, no podía ni llegar a imaginárselo. Eso, no podía ni siquiera llegar a imaginárselo, pero por si acaso, se tragó su incomprensión y subió al autobús.
En la sinuosa carretera llena de curvas, unos cuantos chicos vomitaron las chucherías comidas compulsivamente, mientras por la televisión del autobús pasaban La Costa de los Mosquitos. Llegados a Olot, dieron una pequeña vuelta y fueron a la Fageda d’en Jordà, dónde almorzaron y jugaron. Aquello parecía una postal del otoño madre. Más tarde volvieron a subir al autobús y se dirigieron a los distintos volcanes que había por la zona. Los chicos de séptimo se mezclaban con los de octavo, así como sus conversaciones y el intercambio de cintas de casete. Comieron por el bosque entre habladurías y el walkman.
El chico en concreto no se mareó en el autobús porqué prestó mucha atención a la película. En la Fageda, comió y corrió como el que más. Solo alguna hoja magnífica en el suelo, le decía que había algo que fallaba, algo que no entendía. La hoja y su olor. Luego se puso a hablar con las chicas de octavo y a pasarse cintas de casete y se hizo la foto en el volcán de Santa Margarita con los demás niños. Aquél día el chico parecía no estar enamorado de ninguna de las chicas.
Ese chico, es un vagabundo que me he encontrado hoy en el paseo marítimo, y no sé muy bien porqué hemos entablado conversación. Esta historia es su historia, la que él me ha contado. Me dijo que recordó estos hechos después de hojear un libro sobre la historia de su colegio y ver en el libro, la foto de su clase en el volcán de Santa Margarita. Me dijo que le vino en mente esta historia pero que no tenía la absoluta seguridad de que sucediera de la forma en que me lo contó. Añadió que solo recordaba lo que él sabía ahora y que la primera vez nunca se sabía nada. Que en aquél instante todo volvió a ser como la primera vez, pero el no saber nada le aterrorizó, y allí parió algo. Siguió contándome, que después de la primera vez vino la segunda, y la tercera, y la cuarta y la quinta y así sucesivamente, y que todas eran de una importancia muy relativa, pero fundamental en lo que había sido hasta el momento su existencia. Le pregunté a que se dedicaba y me dijo que vagabundeaba por aquí y por allá cuando no estaba en casa algún conocido. No tenía una pinta especial de vagabundo, aunque iba un poco sucio y parecía fuera de lugar, pero de una forma deliciosa. En todo caso, por lo que fuera, no pasaba desapercibido. A mí, por lo menos no me pasó desapercibido. Le invité a una caña un una terraza al lado de la playa, y agradecido por el calor que hacía, accedió. Charlamos un rato.
Esa historia me la contaron un verano de sofocante calor mediterráneo, donde tratando de esconderme el calor, me senté en un banco de un paseo marítimo, en una población situada en el centro del sur-este de la costa francesa, y un hombre me preguntó, amablemente, algo así como si me habían contado alguna vez, la historia de mi vida.
Ahora mismo estoy rememorando esa historia. Recuerdo este mismo sol encima mis hombros y un bonito banco de madera delicadamente barnizado pero corrompido por la intemperie.
Empezó contándome, como si tuviéramos total confianza, que recordaba este sol pero que era la primera vez que lo veía. También me dijo que esa historia simbolizaba lo que había sido su vida, y como en su proceso de inadaptación, pues eso parece que solo sucede cuando tienes que adaptarte, pasó por muchos escalones y fases. Estudió, pero no lo contemplaba a largo plazo, no le gustaba trabajar, y la mayoría de relaciones que mantenía eran forzadas, y se veía obligado a ejercerlos. Dijo que la obligación había estado una constante en su vida, que eso le había impedido hacer lo que quería, y que llegó un momento en que no había vuelta atrás y que, a pesar de no obligarle nadie, por así decirlo, no podía remediarlo. Se terminó la caña y, como invitaba yo, se pidió otra, a lo que accedí, y pedí también otra para mí. Luego siguió. Me dijo que un DIA decidió quedarse solo, que los lazos solo lo ahogaban. Y que eso es lo que toda la vida se había estado pidiendo a si mismo, en vano. Ni escuchaba ni se había dejado. El motivo, continuó, era que el peso a ser juzgado era terrible, y que, solo una vez abandonado, juzgado, y deambulando por las calles con una desesperación tan brutal que no se suicidó porqué, no me supo contar el porqué pero seguramente hubiera sido lo más legítimo, cayó en la cuenta que, perdido todo, no tenía ya nada para que preocuparse. Eso no cambiaba las cosas, sino que les daba otra dimensión, otra perspectiva. El motivo era él mismo. Y al tiempo que no había remedio, el problema se desvanecía. Sin tener que dar cuentas a nadie, pudo rehacerse lo suficiente para ir a ver a sus viejos conocidos que lo hospedaban un tiempo y mantenía charlas con ellos, sacaba el dinero justo de dónde podía, a veces ayudando a sus amigos, y luego desaparecía un tiempo. Ahora venía de Portugal. Me contó que llevaba ya unos años así, y que un DIA no volvería porqué estaría muerto. Luego terminó por añadir que loco o no, su vida ahora era tranquila y apacible, y que no necesitaba nada. Le gustaba charlar con la gente, pero si no lo hacía tampoco pasaba nada.
Pagué la cuenta y nos despedimos. Le dije que me disculpara pero tenía que coger un tren, aunque añadí que me gustaría volver a encontrármelo. El hombre accedió y se fue caminando por el paseo. Causó una profunda impresión en mí. Por una parte me parecía algo tan fascinante, exprimir al máximo tu corta existencia, y no morir contentándote con las migajas que vamos recogiendo... Por otra me parecía una temeridad y, personalmente, no me consideraba lo suficientemente valeroso para actuar sí. Aunque mi cuerpo me lo pidiese, también, desde hacía años. Entonces me decidí. No fue algo claramente premeditado, sino que las circunstancias me iban empujando. La rutina, el aburrimiento se convertía en mi propia insatisfacción que me ahogaba, pero también disfrutaba con ganas de los placeres burgueses. ¿Por qué me aburría, porqué la gente se aburre? Ese DIA recuperé muchas preguntas que permanecían enterradas en mis temores y prejuicios. El tren avanzaba y yo con el tren. Eso, esa aparente mementez, me hacía sentir realmente bien. No sabía porqué, pero era lo de menos. Como digo, me decidí. Estaba dentro porqué no aceptaba que estaba fuera, y porqué seguramente no estaba tan fuera como pensaba. En cualquier caso, las decisiones importantes no se pueden escoger, y si se tratan de cambiar, las consecuencias pueden ser escandalosamente horribles. Ese día, cogí el tren con el convencimiento que la solución estaba en mis manos. No tenía las ideas muy claras, pero, no era malo no tener las ideas claras. Al contrario, tener claro esto si era importante. No podía vivir jerarquizado, pero necesitaba de sus infraestructuras. Una excusa que permitiera que mi deliro permaneciese intacto y firme y así pudiese aceptar la jerarquización, y que por otra parte, me permitiera subsistir y gozar de comodidades. Quería mantenerme en el caballo desbocado del aburrimiento. La mujer borracha y el vino en la botella. Quizá no era más que un reflejo perfecto de un ciudadano contemporáneo. Cogí el cuaderno de la mochila y me decidí. Escribir. Crear una caja hermética de recuerdos personales y ejercer mi derecho sobre ellos. Escritor. Derechos de escritor. Contar cosas para que sean escuchadas. Arquitectura, si esa fuese una profesión perfecta. Teórica del mundo. Hacer del aburrimiento y todas sus posibilidades una forma de vida. Mi caso no era distinto y mi trabajo tampoco. Intentaría digerir todas mis “primera Vez”. Su propia fuerza me empujaba a ello. Ser escritor.
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(EXTRAÍDO DE:CUENTOS PARA MAYORES DE 65 AÑOS) |