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SONIDO DE CAMPANAS


Un estruendoso sonido de campanas daba la noticia. Ha muerto. En el sol de media tarde, ya tenue pero con firmeza y dignidad militar, se mantenía en el cielo y le daba al aire la porción justa de humedad e intensidad a las corrientes de convección, de modo que parecía aquél verano del inicio de la adolescencia que recordaba tan a menudo. Sin embargo, no sabía si el recuerdo era fruto de su propia imaginación, no tenía modo de saberlo. Una ligera brisa mediterránea transportaba melodías de sardanas y gigantescos órganos electrificados. El Apocalipsis era lo más parecido a un verano de infancia en su pueblo. La fantástica expresión de la naturaleza y su aumento de la soledad. Como más grande era el mundo más solo se sentía. Quizás había desaparecido. En el rumor de las últimas olas de la piscina municipal cayendo la noche plástica, embotellada y mágica, extraña sobretodo, no reconocía nada. Entonces quería llorar. Porque llorar le recordaba que era un niño y que por tanto, alguien debía de poder hacer callar aquél llanto. Su misión era llorar, y que otros se le hicieran pasar. Entre rápida tempestad después de la cual volvía a brillar el sol, lo más parecido a la felicidad, los astros seguían con su eterna consonancia rítmica. No soportaba el mundo que se había construido para poder soportar el mundo. La agitación le empuñaba a conseguir ser un ciudadano integral y acallar lo que, de toda la vida, le resonaba en su ser. En verdad, no gran cosa. La gente le aborrecía y luego despotricaba de ella. Le afectaba muchísimo lo que pensaran los demás. Su naturaleza no iba con la moral, o quizás demasiado, y entonces se obligaba a seguir las directrices. Como es normal, se obligaba demasiado. Ya no recordaba lo que él quería. Recordaba lo que los otros querían para si, lo que a los otros les gustaría que fuese. Su cabeza se atormentaba cuando no cumplía los dictámenes que hacían contentos a los demás. Su consumición era progresiva y en aumento. Le gustaba estar solo como consecuencia de querer gustar demasiado a los demás. O todo o nada. Si decidía ser el mismo, debía serlo en todo. No valía para unas cosas si y para otras no. Era un acto integral y completo. La familia, el trabajo, la pareja, la muerte. Amaba el peligro, porque sabía que detrás de su miedo se escondía él mismo. Así como el peligro atraía a la gente a hacer total clase de locuras, así como al salir a tomar el aire en un balcón, un ligero impulso le decía; ¿Y qué, si me tiro? ¿Qué pasaría? Como si una especie de éxtasis sonámbulo le empujara hacia no sabía qué. La primavera volvía y con ella los intentos de convivir con un mundo nuevo. Luego un ataque al corazón. La simplicidad de las cosas le aterraba. Mientras fuera complicado, podría tener toda la vida en esforzarse a desentrañar el misterio. De la mano con los nuevos tecno-compañeros seguía en su madriguera, una cueva de olor a retoño y cerveza, alcohol varío y tabaco en cantidades considerables. Un olor a haixix, que ni tan siquiera consumía, aparecía al abrir la puerta. Suenan acordes temblorosos y religiosos. Uno llega a acostumbrarse al desconcierto. Algo palpita cerca las casas y los árboles. La desgracia es el propio envolvente de lo que quiere proteger. Su cielo y sueños dorados, el éxtasis de la pura puta y su majestuosidad luminosa caen por el cuello de una jirafa en forma de tuerca gigante. Mientras sus sueños se van rompiendo, y con ellos él mismo, ve que tampoco tiene ya porque preocuparse. Algo empieza a cambiar. Pero siempre es lo mismo. Aquí, hermano, desconocido, delante y detrás, hacía abajo y hacia arriba, dentro para ti y fuera para mí.

Dejar ir los demás. Dejar ir la cabeza, dejar ir la cabeza. Dejarte.

La belleza de la tremenda brutalidad de la vida lo hace llorar como nunca lo ha hecho. La brutalidad de él mismo lo enamora, y siente que todo lo vivo tiene razón de ser. Estar vivo es un milagro indestructible. Y estar muerto también, porqué es lo mismo. Nada importa, en el sentido de poder ser juzgado. Todo está bien cuando no te preocupa lo que eres o lo que te pase. La preocupación es de ciudadano de pelo castaño con residencia en el tercer primera y con potente coche de segunda mano. Los acordes vuelven a sonar, y el castillo de naipes parece aguantar. El chico que va creciendo va acumulando, pero el dilema es siempre el mismo. Solo el malabarista funciona como un controlador perfecto del tiempo unipersonal. El acróbata va aprendiendo con los años. Puede que sea la última vez.

Texto agregado el 22-05-2005, y leído por 178 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
22-05-2005 Las incongruencias propias del ser. Seguridades que a veces parecen ser grandes dudas, y dudas que son seguridades, que sin embargo a veces tampoco tienen sentido y parecen encerrar lo que para nosotros deja de ser una razón y una certeza. A veces la simpleza es la tranquilidad para el alma, y el ser dentro de nosotros mismos bajo la protección de no mostrarnos tal como somos. Pero también surgen las ganas de salir y enfrentar y realmente ser. Somos frágiles seres en un eterno aprendizaje, llenos de vulnerabilidades y temores que a veces no existen, entonces tomamos firme el timón de nosotros mismos, y todo vuelve a tener sentido nuevamente. Muy interesante, ***** tierni
 
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