Luna golpeaba las cuerdas de su guitarra con la misma intensidad que se cierran los ojos ante la impotencia de la melancolía carcomida por la apatía. Sola... tumbada en la cama, con un sujetador negro que hacía juego con su falda, fumaba aspirando todo el hachís del humo que se inyectaba en sus pulmones.
Dudaba ante las notas que surgían de la inspiración más dulce, dudaba ante la entonación que emanaba de sus cuerdas vocales, dudaba del color del humo que salía de su boca...
En el estribillo, cuando las seis cuerdas vibraban con fuerza, la ligera púa se le resbaló entre los dedos hundiéndose levemente en uno de ellos. Una gota roja como la pasión, densa como la noche, rápida como el tiempo, surgió de su piel resbalando por el negro metalizado de su guitarra.
A su vez, una lágrima brotaba de aquellos ojos grises y caía lentamente por su cara haciéndole recordar lo que no quería, pero gracias a ello la melodía se había convertido en una canción que golpeaba su cabeza con intensidad, surgiendo de las entrañas de su mente y su corazón las mejores letras que nunca jamás había escrito, y tal vez la mejor canción de su repertorio.
Recordaba cada centímetro del cuerpo de cada mujer que había tocado, mordido y saboreado. Su voz se rompía en el estribillo cargado de un ritmo sensual y turbador. Las dudas y las certezas se mezclaban en un solo pensamiento dueño del silencio del recuerdo.
El papel se consumía con agilidad movido por un fuego suave pero intenso, que no cesaba de quemarlo, al igual que los pensamientos quemaban la mente de Luna, que veía como el sol se iba escondiendo tras las montañas y dejaba un cielo de nubes enrojecidas que, a sus ojos, parecía un cuadro abstracto representando una noche de sexo desenfrenado donde el aire se recalentaba y los susurros rompían el silencio.
Luna seguía tocando y cantando, fumando y dudando, mientras las lágrimas iban secándose sobre su rostro y la sangre teñía la noche de rojo...