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El comandante del patrullero Lientur regresó a bordo; había ido a la Comandancia en Jefe de la Zona Naval de Punta Arenas a despedirse, pues su nave zarparía en las próximas horas, a una nueva comisión de reaprovisionamiento de faros, en el sector de los canales patagónicos.

—Campitos, reunámonos en la cámara, con el piloto, en diez minutos más —dijo el comandante en cuanto traspasó el portalón—. Que lleve el Derrotero y las cartas de navegación del Baker.

—A su orden, mi comandante. El buque está listo para zarpar. Autoricé al Cabo Tapia para que…

Diez minutos mas tarde, el comandante y sus dos oficiales se encontraban reunidos en la pequeña, pero acogedora cámara del buque. Sobre la mesa había un libro Derrotero, una regla paralela, un compás de punta seca y extendida una carta de navegación.

—En la Zona me encargaron que en esta comisión averigüemos lo sucedido en Caleta Tortel hace la friolera de cincuenta años. Es un episodio que muy pocas personas conocen, pero ahora el gobierno está interesado en dilucidar. —Luego de una pausa, continuó— En el año 1906 se formó la Compañía Explotadora del Baker, empresa privada, que obtuvo la concesión gubernamental para la extracción del apreciado ciprés de Las Guaitecas, árbol que tiene la propiedad de no podrirse con la humedad y del cual se pueden obtener maderos de hasta veinte metros de longitud; muy apreciados en esa época y también ahora, para postes de alumbrado y estacas para cercado de terrenos. La compañía trasladó a Caleta Tortel a doscientos chilotes, contratados para trabajar por seis meses en esta faena. Después de casi un año, regresaron a sus hogares sólo ochenta, el resto murió en la zona y sus restos fueron enterrados en un lugar cercano a Caleta Tortel, llamado la Isla de los Muertos; donde aún hoy día se pueden observar aproximadamente unas cincuenta cruces.

—La última vez que estuvimos en Tortel, nadie mencionó algo al respecto, pero don Pedreros y don Sandoval deben haber arribado unos pocos años después solamente. Don Pedreros me invitó a comer a su casa y creo recordar, que contó que habían llegado a la zona, con doña Domitila, su mujer, alrededor del año diez —dijo Campitos.

—Bueno, precisamente, en don Pedreros y don Sandoval he pensado, pues como patriarcas del lugar algo deben saber, pero también tenemos que tratar de obtener información de los alacalufes. En esa época, la zona estaba habitada exclusivamente por alacalufes, deben haber sido bastantes y recorrían en sus canoas, la vasta zona comprendida entre el Baker y el Estrecho de Magallanes. Recalaremos también en Puerto Edén, para tratar de obtener información de ellos.

El comandante continuó contándoles a los dos oficiales, lo que en la comandancia en jefe le habían dicho: “circunstancias que se han transformado ya en leyenda, prolongaron la estancia de estos hombres, que venían premunidos de los alimentos necesarios, para un limitado tiempo, sólo para el que habían sido contratados. Pero pasaron los meses: seis, siete, ocho, nueve, diez... y allí permanecieron, solos y abandonados. Las hipótesis de esta elevada mortandad, van desde que la compañía habría cometido un asesinato colectivo, para no pagar el Seguro Obrero, hasta que se debió al escorbuto”.

Para el oficial de navegación, piloto del buque, esta era su primera comisión a la región de los canales patagónicos y mientras iba de guardia en el puente, pensaba en lo que Campitos, el segundo comandante, le había contado sobre la zona del Canal Baker y Caleta Tortel: “El canal Baker y toda la región que lo circunda, es uno de los lugares naturales más bellos que uno se puede imaginar. Se encuentra al sur del Golfo de Penas y se interna hacia el Este de la ruta normal de navegación, hacia la cordillera. Aunque el clima es normalmente malo, debido a los continuos centros de baja presión que atraviesan por la zona, las aguas de los canales, estuarios y fiordos son tranquilas, como una “taza de leche”, por lo que su navegación, permite gozar planamente de la belleza del entorno. Altas montañas, costas escarpadas con una vegetación exuberante, que llega hasta el mismo mar, caídas de agua y un ventisquero, que desprende sus témpanos al canal.”

Después de tres días de navegación, el patrullero recaló, fondeó y se acoderó a tierra en Caleta Tortel. Allí se encuentran la radioestación y la enfermería, que la Armada mantiene en la zona, y las casas donde viven la mayoría de los pobladores. El pueblo es muy pintoresco, pues todas las construcciones están enclavadas sobre pilotes, palafitos y conectadas por una red de pasarelas, escaleras y puentes. No son más de cien personas.

Al día siguiente de la recalada, se encontraban reunidos en la cámara del patrullero, los tres oficiales del buque con el sargento Jefe de la Radioestación y don Pedreros. Luego que el comandante explicó el motivo de la reunión, tomó la palabra don Pedreros y dijo: “Llegamos con la Domitila a este lugar, en el año once, no había colonos, fuimos los primeros; a los pocos meses llegó Sandoval con la Sinforosa. Empezamos a recorrer la zona y entramos en contacto con los alacalufes y también encontramos la Isla de los Muertos. Después de mucho tiempo y luego que los indios se dieron cuenta, que nosotros veníamos a quedarnos, pero especialmente porque veníamos con nuestras mujeres, comenzamos a conocernos y nos contaron la historia del cementerio de la Isla de los Muertos. Los chilotes de “La Compañía”, como ellos llaman a los que vinieron en esa época, al poco tiempo entraron en contacto con ellos. Los alacalufes andaban en sus canoas, con su familia, pues estas eran su hogar. Los chilotes, con el pasar de los días empezaron a intimar con las alacalufes, esposas e hijas y finalmente sucedió que varios chilotes comenzaron a convivir con algunas mujeres. Esto los sorprendió, pues ellos las respetan y cada uno tiene sólo una mujer, con la que forma familia. Cuando la comida empezó a escasear en el campamento, los indios comenzaron a proveerlos, pero los curanderos colocaron veneno en los alimentos, provocando la muerte de la mayoría” — terminó don Pedreros.

Esa noche, en la cámara, después de comida, los tres oficiales estaban comentando la reunión de la tarde.

—Así que fueron los alacalufes los que envenenaron a toda esa gente —dijo el comandante.

—Sí, se han fijado que, siempre que han ocurrido grandes catástrofes, anda el sexo metido entremedio, Paris y Helena, Julio César y Cleopatra y ahora los chilotes con las alacalufes —dijo el piloto muy serio.


JORVAL (31)
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Texto agregado el 22-05-2005, y leído por 1810 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
25-12-2007 hijo de puta... anciano de mierda...activa mi cuenta Ciberbaco
15-12-2005 Buenos retratos, dejando caer en curiosos detalles y muy bien la historia. Muy bueno. Saludos. Nomecreona
20-07-2005 ¿Fue verdad o ficción? Tengo idea de que los alacalufes eran "mansos"... ¡5 estrellas! Me encantó la escenografía fría de los mares del sur. Saludos. duckfeet
15-06-2005 Enhorabuena por este trabajo lleno de intriga y misterio. La lectura es clara y fluida. El planteamiento de partida muy lógico, quiero hacer especial mención a la descripción del Canal baker, leyendo cosas asi parece como si una estuviera viviendo la historia en primera persona. El final sorprendente, nada de política para ahorrar costes ni enfermedades como el escorbuto, el desenlace tan simple como ingenioso; envenenamiento. Excelente querido amigo, gracias por compartir este texto con nosotros. Un saludo. claraluz
11-06-2005 Excelente cuento misterioso lleno de buenas imágenes. Se lee fluído. Un saludo de SOL-O-LUNA
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