La fuerza de sus manos hizo que ella temblara en un quejido desgarrador, mientras la tomaba de la cintura para tenderla sobre la cama. Sumisa, sólo soñaba bajo los latidos de ese cuerpo que la poseía, alejada del amor, enmudecida, tiesa; fuera, él no dejaba de embestirla ante el desenfreno de sus músculos. La contienda no cesaba, una y otra vez volvía a recorrer su piel bajo esas incesantes manos sudorosas, enardecido, cruel, lapidario, mientras su boca murmuraba entre gemidos el despecho de otro amor. Y las horas transcurrían en una sumatoria de sabores dentro de aquella habitación, donde al fin exhausto, se regodeaba observando su victoria. El espejo los reflejaba intactos, retratando el vacuo argumento de esas vidas que habían llegado demasiado lejos. Un hilo de temor le recorrió el alma antes de irse, por última vez miró su desnudez reinando entre las sábanas iluminada ante la muerte, y tomándole los dedos, se perdió en la inmensidad del mundo. Después el desencanto, la soledad, bajo ese detonante de la angustia que nunca dejaría de hurgar sus vidas, las manos entrelazadas, el olor a pólvora flotando entre las bocas, esos dos gritos estancados en el correr de sus memorias...
Ana Cecilia.
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