El otro día leí una historia real que os quiero explicar. Transcurre en Alemania, en el comedor de una universidad de allí, donde una joven teutona, tras dejar la bandeja de su comida en la mesa se da cuenta con fastidio que se ha olvidado los cubiertos. Acude otra vez al mostrador a por ellos y, al volver, se encuentra con una sorpresa: un joven negro se está zampando tranquilamente su comida.
Pasada la sorpresa inicial, la joven piensa que, probablemente, ese joven negro está tan necesitado que no tiene ni el dinero suficiente para pagarse una comida en los económicos comedores universitarios (porque son económicos para el alto nivel de vida de un alemán, claro). Así que decide sentarse frente a él esgrimiendo una amplia sonrisa. El chico se la devuelve, tímido. Ella, ni corta ni perezosa, comienza a comer también del plato. Así, en armonía, entre sonrisas, se van zampando en ordenado turno la ensalada ella, el pollo él; el pan él, las galletas ella; el yogur ella, la pieza de fruta él. Una vez concluida la comida, el joven negro se levanta y se despide de ella con otra nueva sonrisa tímida.
Cuando el joven se va, la alemana descubre en la mesa que hay justo detrás su abrigo colgando del respaldo de la silla y su plato de comida intacto.
Así que, quien pretendía estar dando una lección de civismo, la recibió en plena cara. La joven —con toda la buena voluntad del mundo, seguro— pretendió demostrar su alto nivel de educación y acabó recibiendo toda una lección de quien se supone que proviene de un lugar destartalado, mugriento, a años luz de nuestro bendito occidente.
Y es que ese es uno de los riesgos de caer en la contemplación de los otros con condescendencia. Asumimos que los pobres —pobres somos todos, entiéndase aquí a los que están el último escalón— son menos educados que nosotros porque para algo son pobres, ¿no? Hay en ese especial mimo maternalista por las minorías marginadas una semilla de soberbia, de creerse superior, de proteger cual madre superiora, pobrecitos que descarriados están. Si esa chica hubiera preguntado al joven negro por qué estaba comiendo de su plato, todo se hubiera aclarado y no hubiera pasado de una mera confusión solucionada con una sonrisa ruborizada por parte de la joven. Pero presupuso que, por ser negro, era pobre y, encima, maleducado, pero de esa mala educación que se supone que viene ligada a la pobreza.
Y leyendo esa historia me vino a la memoria la visión que tuvieron mis padres cuando estaban en Sevilla celebrando sus bodas de plata. Comiendo pescaditos en una terraza sevillana, un chavalito iba pidiendo unas monedas. Mis padres le dieron algo, no recuerdo cuánto. Otros no dieron nada. Pero cuando el niño llegó a la mesa donde un harapiento pobre daba cuenta de una barra de pan, un paquete de quesitos y un vaso de vino que había pedido, este, ni corto ni perezoso, partió la barra por la mitad y le dio varios quesitos, tras lo cual siguió zampando tranquilamente.
Mis padres siguieron con su comida, pero no pudieron evitar que les dejara un sabor rancio: quien menos tenía compartió, sin esperar gratitud ni nada a cambio.
Nada que ver con esa gente que, cuando entra alguien a una tienda o a un bar pidiendo, elevan la voz diciendo aquello de: “no le des ná, ¡que seguro que es pa gastárselo en vino!”.
A estos sí les vendría bien un buen vaso de vino. Pero para ayudarles a tragar esa mezquindad y esa soberbia que se les ha quedado atascada en la garganta. Y lo peor es que tipo de comentarios vienen muchas veces de personas que están en el límite, que, en cualquier momento, pueden caer en la miseria. Pero, por lo visto, la miseria se trata como si fuera una maldición: la conjuramos y se va. El enemigo es el pobre, el borracho, el enfermo, el mutilado, el débil.
Pues se olvidan de una cosa: nosotros no somos los descendientes de los reyes, ni de los vencedores. Somos los descendientes de los que superaron las pestes, las hambrunas, las guerras, las sucesivas explotaciones por parte del amo de turno.
La historia, pues, nos pertenece. Eso sí, toca a cada uno ser consecuente o no con ella.
O eso, o seguir mirando a los que están peor que nosotros por encima del hombro, actitud que lejos de mostrar fortaleza sólo sirve para esconder el miedo. El miedo a que mañana sea yo el que esté así, sin nada más que mi desnuda humanidad para enfrentarme al mundo.
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