Soy un voyeur. Me embeleso viendo como hace el amor la naturaleza. Algún ingenuo creerá que miento, pero nada más lejos.
El viento que anuncia tormenta, se cuela entre las ramas del árbol, impetuoso y arrogante.
El viento empuja; el árbol cede y se balancea al ritmo del viento, se altera la savia, que si pudiera se tornaría roja.
El viento arremete una y otra vez contra el árbol, con el sentimiento del que conquista la cima de una montaña. Las ramas del árbol gimen ante la penetración de aire en sus espacios, las hojas tiemblan incesantes e intuyen la inminente nueva entrada.
Mientras todo ocurre, viento se acaricia con el follaje del árbol, sobre cada uno de sus átomos nota la presión invisible de la mirada del árbol, y las caricias minan la incertidumbre de su plácida mirada. En su continúo ir y venir le estremece la suavidad de las hojas húmedas; desenfrenado y casi inconsciente, se deja llevar por su propia inercia resbalada.
Ambos se miran desde fuera, viendo el perfecto baile, bello en su descontrol. Imponente en su esplendor. Y se encuentran los dedos del aire con las hojas del árbol, y se aprietan mutuamente para no caerse de la danza; súbitos relámpagos azuzan los ánimos.
El movimiento es cada vez más intenso, casi agresivo, izquierda o derecha, imposible de predecir; forzadas contracciones y distensiones de pasión. Más rápido y más intenso.
Se acercan las nubes, preámbulo de lluvia. Y con otro de los relámpagos, se desata el derrame de agua. La sensación de la lluvia estremece a todos los espectadores, el suave aroma del ozono derrumbado se clava entre sus fosas nasales y sus ojos, la tierra mojada provoca ese latido del estómago que por un segundo invierte la respiración.
El árbol, empapado gotea por cada una de sus hojas, ya no sabe hacia donde se mece, tiembla desde la raíz hasta la rama más alta, pasando por cada uno de los nervios que recorren su tronco. En un segundo han pasado ante los “naturales” amantes mil abriles, y una sensación más grande que el amanecer polar, que ha llenado de nubes sus imaginarios corazones.
Tras la tormenta ha llegado la calma, el viento descansa y cubre con su brisa cada una de las hojas del árbol; el árbol , con una ingenuidad fingida, se deja balancear suavemente. Ambos descansando bajo el sol blanco de después de la tormenta, anestesian sus arrebatos contemplando un cielo ya sin alma. Ellos se la han robado.
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