Vania conocía cada uno de los secretos que guardaba Brandon en su corazón. Su inquisitiva mirada, emparentada con una virtuosa intuición, eran los mejores sucedáneos de una especie de telepatía unívoca, don compartido en idéntica forma por su esposo, el que también se emparentaba con todos los secretos de ella. Por lo tanto, en aquella casa las palabras habían perdido su vigencia dado que bastaba una mirada, aún más, una entre muchas, ya que cada una de ellas equivalía a un mensaje diferente, dependiendo de la intensidad, del número de pestañeos, del resplandor de la pupila, o de miles de otros sutiles detalles que promovían una acción y ambos, compartiendo sonrisas cómplices, se entregaban maravillados a este particular juego de mensajes y seducciones. Claro, muchos dirán que cuando dos seres llegan a conocerse con tanta profundidad, este acervo de múltiples complicidades se transforma en algo casi común. Pero esto era diferente, ya que los esposos, hermanados por este lenguaje gestual, se comunicaban y dialogaban por medio de impulsos, latidos y caricias. –Hoy te amo más que ayer- decía él con el vocabulario armonioso de sus dedos recorriendo la espalda de Vania y ella, saboreando su cuello varonil, le respondía: -Nunca tanto como te amo yo.
Y luego, mirándolo con una dulzura enternecedora, que significaba: -¿Qué vamos a cenar esta noche?- esperaba su respuesta con una sonrisa en sus labios Y él, mirándola a través de sus cabellos, le respondía, con sus ojos entornados: -Lo que tú decidas, amor mío.
Pronto olvidaron sus respectivas voces, fascinados de ejercitarse en esa delicada codificación corporal, crearon un nuevo alfabeto, aún más rico que el convencional e inventaron mil maneras de decirse te amo. Todo era demasiado perfecto hasta el día en que una terrible noticia los sumió a ambos en una profunda depresión. Vania estaba gravemente enferma y posiblemente no viviría mucho más de un par de meses. Se podría suponer que ante esta dolorosa instancia, el diálogo debió intensificarse y hacerse trascendente. Contrariamente a ello, la mujer se aisló, pasaba tardes enteras fuera de casa y Brandon, comprendiendo acaso que en ese afán ella comenzaba a despedirse de todo lo familiar, sufría recordando lo felices que habían sido hasta ese momento. Extrañamente, ella no le permitía que le acompañase y eso era un doble dolor.
Finalmente, cuando ella no pudo levantarse ya de su lecho, le llamo y esta vez le dijo a Brandon con su voz quebrantada por la cruel enfermedad: -Querido mío. Esta partida mía sólo será un breve paseo del cual regresaré muy pronto. Te ruego que no me llores ni sufras por mí, ya que esta hermosa unión no la separará la muerte. Brandon, con su oído apegado a ese pecho sublime, escuchó las últimas sílabas de aquel debilitado corazón.
Sepultada en el mausoleo familiar, Vania siguió conversando con su esposo, ya sea en sus sueños o en los ecos guardados en cada objeto de aquella casa tan desolada. El hombre trataba de encontrar resignación pero sus lágrimas acudían ante cualquier recuerdo.
Cuando Brandon abrió la puerta de su casa, se encontró cara a cara con una mujer de mirada dulce. Ella no dijo nada y sólo entornó sus ojos del mismo modo que lo hacía Vania cuando quería decir: ¿puedes concederme un minuto? Extrañadísimo, Brandon, entrecerró los suyos para responderle que ingresara a la casa. Ella sonrió y con un pequeño e imperceptible gesto le preguntó si le agradaba su visita y el, frunciendo su ceño con una ceja milimétricamente recortada sobre su mechón rebelde, le comentó que no entendía gran cosa. Elsa, que así se llamaba la chica, sonrió y en esa sonrisa le dijo tantas tantas cosas que el comprendió que Vania, cumpliendo su promesa, había regresado a su lado.
Ambos seres se complementaron de tal forma que aquel código gestual siguió enriqueciéndose con infinitas y particulares palabras. Esto logró que se conocieran de tal forma que al poco tiempo estaban profundamente enamorados y sumidos en una interminable comunicación en la cual lo que menos importaba era lo que los circundaba. Llámese como quiera, afición, entretención, vicio u ocio, esta particular característica de ambos seres los hacía únicos e indivisibles, el uno ya no podía prescindir del otro. Era impensable verlos separados y como gozaban de una situación económica que les permitía la máxima autonomía, se pasaban semanas completas arrullándose y conversando de la forma que sólo ellos sabían hacerlo.
Pero el destino les tenía preparada una horrenda sorpresa. Ahora fue Brandon quien comenzó a sentir horribles malestares y al consultar a su médico, este le diagnosticó un cáncer terminal que le dejaba tiempo sólo para despedirse dignamente de esta existencia. Los amantes lloraron desconsolados ante esta fatídica sentencia.
Cuando el hombre agonizaba con su mano sujeta por la de la mujer, ella le confesó un secreto que había guardado durante todo este tiempo. Le dijo que una hermosa mujer se había acercado a ella diciéndole que la había elegido para una sublime ocupación. Para ello, le había enseñado todo ese lenguaje gestual que gracias a su gran habilidad Elsa lo aprendió rápidamente. Entonces Brandon tuvo la certeza que su esposa había pensado en él y supo que en su corazón había espacio para amarlas a ambas. Y cuando expiró, una mano suave y transparente le dio la bienvenida y en ese sutil apretón le dijo cuanto le había echado de menos.
Cuando Elsa abrió la puerta, se encontró con un tipo que levantó su ceja y sin mediar palabras, con ese simple gesto le dijo: Hola, me gustaría conocerte. Y Elsa, sonriente, entornó sus ojos, respondiéndole: ¿Alguien te envía? Y el tipo sonrió misteriosamente. Entonces ella ya no tuvo dudas y le franqueó la entrada…
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