Despertó tendido boca abajo sobre la arena de la playa. Sentía frío. Las olas le mojaban rítmicamente hasta la cintura. Pasaron unos minutos hasta que intentó levantarse por primera vez...
...
La cena era la mejor parte del día. No por abundante, que no lo era, ni por sabrosa, que tampoco. Lo era por ser el preludio del sueño, y con él, de la evasión. Cada noche, en silencio, perdía su mirada en el baile de las llamas, como queriendo ver a su través. Y como siempre, sus recuerdos se detenían en aquella mañana soleada en la que despertó tumbado en la playa de esa maldita isla. No conseguía recordar nada más. Nada. Quién era. Cómo había llegado allí... Por más que lo intentara solo venían a su mente flashes de una vida pasada en la que no se reconocía. Una casa con hierba en el tejado, un suelo alfombrado, una estación de tren, una ocarina y una guitarra, una chaqueta de lana negra, ...
Después de la cena, se colocaba siempre de la misma incómoda postura en un agujero excavado en una roca, que se le servía de refugio y de cama. No quiso nunca construir una cabaña o un refugio mejor, no quiso dedicar una sola hora de su trabajo a hacer de aquella isla un lugar cómodo. Desde el primer momento dedicó toda su energía a buscar la forma de salir de aquel lugar. En su agujero, se prohibía pensar en sus planes, en sus problemas, en sus dudas. Ahí, cada noche soñaba una vida diferente. Era su agujero de soñar.
Había convertido los días en una rutina asfixiante, un programa diario de actividades que mantuviera su mente ocupada para que no la inundara el sentimiento de soledad. La mayor parte del tiempo la dedicaba a buscar sustento. Frutas, raíces, peces y algún pequeño animal que aprendió a cazar. El resto del tiempo miraba las mareas, estudiaba los vientos, leía las estrellas, seguía el vuelo de los pájaros, oteaba horizontes, medía distancias, calculaba posiciones, evaluaba posibilidades, preveía tormentas, analizaba corrientes, y sobretodo, memorizaba todos y cada uno de los datos, que algún día podrían llevarle a encontrar la manera de salir de allí.
A pesar de no saber dónde se encontraba, ni hacia dónde debería dirigirse, tomó una decisión. Sea como fuere que saliera de allí lo haría hacia el norte. Siempre hacia el norte. Recordaba que de donde él era hacía frío, y en aquella maldita isla hacía calor, siempre calor. Estaba decidido: iría hacia el norte.
El sol se ocultaba en ese momento por entre los dos islotes que veía desde su agujero. Sabía que ese punto sería exactamente el oeste si ese día fuera cualquiera de los equinoccios, 21 de marzo o 23 de septiembre, pero no sabía la fecha en la que se encontraba, por lo que esa referencia era solamente aproximada. Recordó una mejor forma de orientarse con el sol. Clavó un palo en el suelo y marcó el extremo de la sombra. Dejó pasar un buen rato y marcó la nueva posición. Unió esos dos puntos con una línea que marcaba la dirección oeste-este, siendo el primer punto el oeste, que claramente marcaba hacia los islotes.
Miraba la luna. Formaba una elegante C sobre las estrellas. Mentirosa, recordó. La luna miente. Me dice C de creciente, así que mengua. Y recordó que cuando la luna mengua los extremos de la C siempre apuntan al oeste. Y apuntaban hacia los islotes.
Contemplaba Casiopea, y desde allí, la Osa Menor, y no mucho más allá la Osa Mayor. Recordó que en el hemisferio norte, la pálida Estrella Polar, no siempre fácil de ver, indicaba el norte. Pero no sabía en qué hemisferio se encontraba. ¿O sí?. ¡Claro! Los islotes marcaban el oeste, por lo tanto el norte debería estar ahí, 90 grados a su derecha. Sin embargo la Estrella Polar indicaba exactamente el lado opuesto, por lo que se encontraba en una isla perdida del hemisferio sur. Por un momento se sintió fuerte, inteligente. Aquella pequeña victoria le hizo sentir que podría salir de allí.
Pasaron las semanas, los meses, los años... Pese a los malos momentos, nunca había perdido la esperanza, pero aquel mes de lluvias inesperado que le mantuvo dentro de su agujero de soñar, acabó con todas sus ilusiones. Profanó su agujero. Tuvo demasiado tiempo para pensar en algo que ya sabía y se ocultaba en su rutina. No tenía herramientas, apenas fuerzas. No podría construir una balsa, y aunque lo hiciera, adentrarse en un mar solitario y desconocido sobre unos troncos mal unidos, sin apenas agua o provisiones era una muerte segura. Y se derrumbó.
De entre los pocos restos que aparecieron junto a él en la playa había guardado una botella de licor de miel en una gatera del refugio. Se prometió beberla cuando tuviera algo que celebrar, o cuando se diera por vencido. Tragándose su esperanza mojada en licor, bebió.
Le despertó un sol radiante, y un tremendo dolor de cabeza. El sabor dulzón de la miel se mezclaba con el salitre de la arena que secaba su boca apoyada en el suelo. Entreabrió sus ojos, cegados por el reflejo del sol en el vidrio blanco de la botella. Entonces sonrió.
Era un náufrago en una isla olvidada. Tenía una botella. Y no había pensado en el más típico de los recursos. ¡¡Un mensaje!! Se levantó acelerado. Intentó despejarse en el agua del mar. Se sentía ansioso. Necesitaba un plan. Cuidar cada detalle minuciosamente. Cómo escribir el mensaje, qué decir, cómo indicar su posición, hacia dónde lanzar la botella,...
No tenía papel ni bolígrafo. Pensó en escribir su mensaje en un palo pelado que pudiera meter por el estrecho cuello de la botella, y marcar el mensaje con una piedra fina. Tras hacer unas pruebas descartó esa posibilidad. Luego pensó en escribir sobre hojas, pero quizá se secaran o pudrieran antes de llegar a su destino. El sol le abrasaba y no le dejaba pensar. Se secó el sudor de la frente con los restos de su raída camisa y volvió a sonreír. Una vez limpia, la tela de la camisa sería un papel perfecto.
Le tranquilizaba pensar que dispondría de bastante espacio para escribir su mensaje. Pero, ¿qué podría escribir?. Desconocía su nombre, su ubicación, cómo llegó hasta allí... Recordó que hablaba idiomas. Lo escribiría en inglés por un lado y en el suyo por el otro. Habría decidido dar datos de todas sus observaciones. Un dibujo con la forma y tamaño aproximados de la isla y los islotes cercanos, una descripción del clima, de la vegetación, de las mareas, de la fauna, un mapa de la ubicación de las estrellas vistas desde su agujero, incluso una muestra de flores, plantas y algún pequeño mineral. Además, pensó en escribir una descripción de sí mismo, de sus recuerdos, del tiempo que llevaba perdido, con la esperanza que alguien aún le estuviera buscando.
Necesitaba algo para escribir. Plantas, pensó. Frutos rojos. Insectos molidos. Sangre de algún animal. Era tal su ansiedad que no pudo esperar. Tomó el palo afilado que usaba como punzón y se rajó su propio brazo. La tinta salía a borbotones, y con ese mismo punzón comenzó a escribir y a dibujar sobre la tela ya limpia y seca de su camisa.
Cuando hubo terminado enrolló cuidadosamente el mensaje. Lo introdujo junto con todo lo demás en la botella y añadió un pedazo de tela con un bien visible SOS escrito en sangre. Después cerró fuertemente el tapón asegurándolo con una tira de tela anudada a su alrededor y se dirigió hacia el mar.
Tras comprobar que la botella flotaba y que el agua no entraba en su interior se dirigió hacia el punto de la isla más cercano a los islotes, un saliente elevado sobre la playa. Había comprobado que la única corriente capaz de alejar algo de aquel lugar era un curioso efecto venturi que se producía en el pasillo largo y estrecho que formaban aquellas rocas.
Miró la botella, la besó, la tomó por el cuello y apuntó hacia el centro de los islotes. Tomó impulso y con toda su energía la lanzó. Como en cámara lenta vio cómo se acercaba hacia su objetivo, dando frenéticos giros, aún subiendo, aún volando. No se explicaba de dónde habría sacado tanta fuerza. El mensaje embotellado comenzó su descenso. El lanzamiento había sido preciso, pero no imaginaba que habría llegado tan lejos. Debió haber ensayado con piedras o troncos de parecido tamaño y peso, pensó. Era demasiado tarde.
Un segundo antes de que la botella se estrellara contra el islote más cercano, el ya era consciente de su error. Desde aquella distancia pudo ver el sol reflejarse en cada uno de los mil pedazos de vidrio que saltaron hacia el mar. El ruido de las olas apagó cualquier otro. Hasta el de su corazón, que pareció dejar de latir.
Unos minutos después, dejó de apretar los labios y los puños, y se dirigió a su agujero de soñar.
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