Siempre hay sol por estos lugares, uno se ve entre las cejas apretadas y apura las palabras como queriendo hallarles sombra. Los días son largos cuando se trabaja bajo él, no se apura el paso. Ni se intenta. La vida pasa lentamente, como guardándose los momentos para cuando se vuelve a casa a tirarse entre la sombra, hasta que podemos ver en la oscuridad y caer dormidos.
-Que encontraron otro muerto -dice uno de los albañiles entre sonrisas pícaras.
-Sí, dicen que andaba con los del Chapo - contesta otro experto en el tema. Luego suelta una retahíla que no se acaba hasta que estallan todos en carcajadas.
Acá no se respeta a la muerte, sino a los que la traen en carretadas.
Han pasado cinco horas ya, los trabajadores están comiendo a la misma hora de cada día. Puntualidad suiza. Apenas es medio día.
-Qué maldito calor, Antonio -le digo a mi amigo de siempre.
-¿Qué? -me dice apretando las cejas, como todos. Como si se agudizara el oído cuando uno se seca las gotas de sudor entre ellas.
-Que qué maldito calor.
-El peor.
-Será por eso que el diablo encontró vecindad por estos lares -le digo poniendo cara crítica. Siempre sé cuando me entiende.
-Ya no nos asusta, ¿verdad?
-Otro muerto y la ciudad sigue creciendo como si se fuera a mudar China.
-Sí, estamos como locos. No saben que el dinero es del que ya lo tiene.
-¿No nos estarán vendiendo sacos de coca en vez de cal?
Suelta la risa. No hay más que decir por estos lugares, el calor nos amansa, nos vuelve tontos. Cualquiera hubiera corrido a buscar otro espacio pero somos demasiado culichis. Nos ponemos el sombrero y nos vamos a la disco, nos bajamos de un BMW y la mitad apenas si oyó hablar de Alemania. Hitler, guerra mundial... futbol.
Allá viene el Chema. Seguro se ha enterado de algo más. Los albañiles se preparan para trabajar de nuevo, recelosos, se ven unos a otros como preparándose para oír las malas nuevas. Ni tan malas. Nos dará de qué hablar. En este sol ya nadie inventa plática, sólo nos queda hacer el trabajo y hablar de otros, aunque ya no estén.
-Era un gatillero -dice.
Se desvanece rápido el interés. Pienso en qué buenos trabajadores tengo, pero sé que no es eso. Ellos son los malos a fin de cuentas, los que matan. Uno menos, qué mejor. Pero no se acuerdan de que son hijos de alguien, que no conocen de otra vida. Que desde chiquitos había dos opciones, ser el que manda o el que obedece. Porque hasta los gatilleros mandan, al campesino, al que pide prestado, al que les tiene miedo porque su familia es primero. Y habemos unos filósofos que pensamos que el mal está mal y que nos podrán doblar las manos pero jamás el espíritu. Que debemos estudiar y salir adelante a la buena... Y nunca han tenido una pistola en la nuca o encontrado a su hijo muerto en un canal vecino. Ellos son los malos.
Son las 2 de la tarde y ya no se aguanta el sol. De súbito todos somos máquinas y por instinto terminamos el trabajo. Las palabras se evaporan apenas se asoman a la lengua. Una ampolla, dos, y la garganta llena de tierra. Ya hasta las lágrimas saben a gloria en los labios resecos y no nos acordamos de que la vida es bella y hacemos esto para volver a casa satisfechos de criar hijos.
-Buen trabajo, Luis -me dice mi amigo de siempre, mientras levanta el polvo de mi hombro en una palmada, para quitarse el sombrero y sentarse donde sea.
-Ya casi.
E inevitablemente le pregunto:
-Total... ¿quién era?
-No sé, ya sabes cómo son estos cabrones, la mitad es mentira y la otra mitad son las viejas con las que se acuestan.
-La otra mentira.
-Ojalá se acuesten con todas las que dicen, por su diversión.
El polvo se mete entre todas las rendijas y uno ansía respirar aire de verdad, no el lodo que nos queda.
-¿Qué dice el Chema? -sigo.
-No sé, que era hijo de alguien.
-Describió a unos cuantos.
-De alguien conocido pues.
-Son más de cien albañiles, alguien lo iba a conocer.
-Falta uno para entrar en el promedio.
-Por ahi debe de andar, nomás espérate.
De pronto se hace un barullo, el viento empieza a soplar y el remolino de polvo es de los albañiles que se empiezan a reunir, amontonados. La vida en cámara lenta.
-El segundo.
Llegamos hasta donde están todos y vemos al Chema corriendo y gritando como desesperado. Todos sabemos lo que acaba de pasar. Nos guardamos la mirada. No me atrevería a ver al padre a los ojos, ¿porque después qué? Quizá hasta tuviera que abrazarlo y pasarme la noche en el velorio ¿Y si la matanza aún no acaba? Dios guarde.
Maldito calor, todo pasa más lento, ahí viene el Chema y no se acerca. Una gota de sudor, dos, tres, ya son arroyos por las caras. Me mezclo entre todos y no se distinguen caras entre la tierra. Nadie platica, será que se evaporan las palabras o los pésames no se dan por anticipado. Apúrate, Chema, que me derrito.
-Es el niño... es tu hijo, José... -dice al fin-. ¡Es el Juanchito!
Se deshace rápido la bola. Allá van corriendo con José unos cuantos que son sus amigos. Yo lo conozco sólo un poco. Es buena persona, ya está grande, tiene varios hijos con qué reponer al que se le ha ido. Nadie se molesta en hablarle a la policía. Los trabajadores agarran sus herramientas y las guardan en sus morrales. Se alejan en grupos de tres, de cinco. Platican de narcos y balaceras. Cuentan los muertos que les ha tocado sobrevivir y familiares perdidos. Lo último que escucho es una carcajada.
Antonio me ve a lo lejos, sentado con su sombrero en las manos. La desgracia se le escurre por los ánimos idos.
-Otro, caray.
-Mañana terminamos.
-Sí, ya veremos.
Es el maldito calor, nos amansa, nos tiene como locos. Me pongo el sombrero y me subo al auto. Es hora de ir a casa, en 30 años será toda mía. Me encojo en hombros. Que Dios nos tenga en su santa gloria.
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