"A LA SOMBRA DEL SAUCE"
La muerte siempre me ha parecido un acto mágico. Algo como de ceremonia antigua, relacionada con las tribus primigenias. Será por lo de la pompa, los deudos, la atmósfera y todo lo que se relaciona con la vida del occiso. Es como si en las conversaciones de los amigos, se tratara de revivir al difunto el que, a fuerza de buenas intenciones, reapareciera más hermoso, más inteligente, más juicioso.
Lo que pasó esa noche en el velorio de Don Segismundo fue bien especial. Nos juntamos como siempre todo el grupo y nos encaminamos a paso lento hasta su vivienda. El hombre había cumplido los setenta hace poco y como alguien dijo “estaba en su tiempo”, como si hubiera en efecto una edad determinada para dejar este mundo. Me dio la impresión que todos pensaban lo mismo; pero, no dije nada. Tal vez porque el concepto se ha arraigado profundamente en las personas y ¿por qué no? En mí también. Lo cierto es que cuando un amigo se acercaba ligeramente a los setenta, adolecía de algún malestar y se encontraba en cama, el comentario era recurrente. “Esta en su tiempo”
Tomamos por la subida del Camarón, por la parte más accesible y poco a poco nuestros pasos se hicieron más lentos, debido al esfuerzo que producía ascender el cerro. Más todavía con corbata y chaqueta.
Después de un rato y de algunos descansos bien conversados, enfilamos por la calle en penumbras, hasta la casa del occiso. Habían colocado una ampolleta de alto voltaje en la puerta y desde lejos se adivinaba que ahí pasaba algo. Nos detuvimos y empezamos a arreglarnos un poco. Ajustarse la corbata, cerrarse la camisa y otros preparativos. Jaime, que era el más joven, llevaba el ramo de flores bastante voluminoso y que habíamos comprado haciendo colecta entre todos. A mí me habría gustado traer una corona, de esas bonitas que se ven en los funerales de Santiago, pero, estábamos a quinientos kilómetros de la capital y por acá, sólo se usaban los ramos. No era barato en todo caso, pero que importa. Don Segismundo fue presidente del “Deportivo Estrella Polar”, al que pertenecíamos todos, desde que tengo uso de razón. Por lo que no fue problema poner la plata necesaria para la ofrenda floral.
Del grupo, todavía había dos a lo menos que jugaban los domingos defendiendo la camiseta amarilla con franjas azules del “Estrella Polar” y a mí que alguna vez fui bueno para la pelota, me convocaban de vez en cuando por los viejos cracks o los “seniors” como se conoce ahora a los que ya pasamos los cuarenta y algo.
En la casa del finado, aparte de la ampolleta, se había colocado la bandera del club a media asta con una cinta negra, en forma de homenaje que los socios quisieron rendirle al hombre. Había sido acuerdo de asamblea y no hubo en general mucha discusión. Aunque no faltó alguno que dijo que eso era “como mucho”, finalmente ganó la mayoría y el homenaje quedó estampado en acta, junto con el compromiso de acompañar “el cuerpo” al camposanto.
Llegamos a la casa y de a poco tuvimos que abrirnos paso para llegar hasta donde estaban los familiares, algunos cerca del ataúd y otros sentados en sillas colocadas en fila alrededor. La habitación, que correspondía a lo que se conoce como living-comedor, era bastante amplia, pero se hacía estrecha para contener a tantas personas. Olía a sudores, encierro y sobre todo, a flores de diversos aromas y a pintura fresca. De las paredes se habían sacado las fotos y cualquier adorno existente y en la del fondo que quedó sin pintar, se notaban las huellas más claras, donde habían estado colgados algunos retratos familiares. Sólo un diploma grande con la figura de un jugador de fútbol en posición de pegarle el puntapié a la pelota, se había dejado al costado del crucifijo colgado en la pared de la cabecera, y correspondía al premio “por treinta años de dirigente”, que le habían entregado hace un tiempo. Eso fue en la fiesta aniversario número cuarenta. Esa vez hubo harto que comer, harto trago y todos se fueron contentos.
Aunque estaba refrescando en el exterior, adentro el calor era por momentos insoportable. Comenzamos a transpirar de inmediato y sacamos disimuladamente pañuelos para secarnos el sudor de la frente y otras partes. Lentamente y con pesar, fuimos entregando las condolencias a los parientes. Algunos musitaban unas frases como:
- “Mi más sentido pésame”
Y otros, un murmullo que no se traducían en nada. Yo le pregunté al Jaime
-¿Qué fue lo que dijiste? - Porque la señora Rosa lo miró extrañado y un poco disgustada y me contestó:
- Me equivoqué. Le dije “feliz año nuevo”. – Y me miró azorado - “Es que con esto de los abrazos no supe. No me di cuenta...”
Yo no lo podía creer.
-“Eres bien torpe, Jaime ¿no? -Atiné a decirle. El agachó la cabeza y se corrió rápidamente al interior.
El velorio transcurrió como son todos los velorios. Al principio los presentes muy circunspectos y seriecitos y después poco a poco, soltándose algo más. Al rato, aparecieron las hijas del finado. La Carmelita, jovencita aún, andaba en los treinta y la menor, la Sonia, esplendorosa en sus veinte años. A pesar de las pesadas ropas oscuras, los ojos claros de la muchachita brillaban con luz especial, al reflejo de las lámparas semejante a candelabros, que la funeraria colocaba en cada esquina del féretro. En el patio y haciendo un grupo aparte estaban los más jóvenes, los del primer equipo del deportivo, conversando haciendo bromas con la idea de la Sonia y riendo a veces a grandes carcajadas que motivaban miradas de disgusto del resto de los concurrentes. El aroma a comida invadía todo el lugar y en la bodega del fondo, se preparaba la parrilla para asar algo de carne. Más allá, otro grupo de personas mayores, entre los que había algunos parientes, escuchaban atentamente los pormenores de la enfermedad y traslado de los restos del occiso desde Concepción. Porque claro. Hubo que llevarlo a la capital regional, debido a que en el hospital local fueron superados por la dolencia que presentaba el anciano.
A Jaime que se frotaba las manos para entrar en calor, como todos nosotros, se le ocurrió de repente
-¡Oye! Ya que estamos en el patio, ¿Por qué no conseguimos una pelota y jugamos una pichanguita para entrar en calor, ah?
Todos lo miraron sorprendidos y molestos. Otra vez azorado, agachó la cabeza y se fue para adentro.
Más tarde cuando el frío comenzaba a penetrar, pasaron ofreciendo los tragos cortos de aguardiente, parte del ritual en estos casos. Con el licor, las lenguas se fueron soltando y las conversaciones se hicieron más distendidas.Después de los tragos vinieron los sándwich y al rato, fueron pasando de a poco al comedor, al interior de la morada, donde sirvieron abundantes cazuelas de ave y de vacuno, según el gusto de cada cual y el asado con papas cocida y ensaladas, regado con generoso vino tinto traído de Quillón.
Mientras algunos platicaban en el patio, en horas que ya anunciaban la madrugaba, se escuchaba la letanía de las mujeres que rezaban imperturbables largos rosarios, en un murmullo soñoliento que a muchas hacía cabecear. Luego vinieron el café y el consomé, para quienes aún pudieran comer algo más. La mayoría dormitaba haciendo equilibrio en las sillas y algunas señoras, las de más edad, ocuparon las camas familiares al interior de la vivienda para el reposo de algunas horas. Como ocurría siempre en estos velorios, casi todos se quedaron. Los que tenían que trabajar, salieron discretamente con rumbo a sus hogares a echarse “una mano de gato” y luego al trabajo, esperando la hora para asistir al funeral.
Se esperaba que el cortejo reuniera a toda la población. Era lo habitual. Sobre todo cuando el difunto era hombre conocido. Ahí se despoblaba la ciudad y la gente acudía en masa al cementerio. La larga fila de dolientes y amigos atravesaba prácticamente todo el pueblo y cuando el féretro llegaba al cementerio, todavía seguía la fila de gente cruzando el puente.
Lo extraño ocurrió antes. Mucho antes. Avanzada la noche, al rato largo después de llegar, notamos cómo la esposa, la señora Rosa, se acercó al ataúd miró a su marido a través de la pequeña ventana, y musitó palabras de amor al hombre que ya había partido. Repentinamente abrió los ojos con asombro y acercó el oído al vidrio. Estuvo en esa posición un rato que pareció eterno, moviendo la cabeza repetidamente lo que llamó la atención de los presentes. Inquietas, las hijas se acercaron y la tomaron del brazo.
- ¿Qué pasa, mamá? -Preguntó una
- Estaba hablando con tu papá- dijo ella
- ¡Mamá! ¡Cómo se le ocurre! Si el papá está muerto -dijo Sonia, aterrada
- Así será, pero él me habló – porfió la señora con la mirada febril
- ¿Y qué le dijo? -Preguntó Carmela
- ¡Carmela, cómo se te ocurre! ¡Qué le iba a decir. Si está muerto, por Dios! -Terció la menor.
- ¡Pero me habló!- dijo la mujer con la voz crispada
-¿Y qué le dijo? -Insistió Carmela.
Los presentes y algunos que estaban en el patio entraron presurosos al oír las voces alteradas y alargaban el cuello, entre el compacto grupo que se formó al interior.
La mujer, presa de gran excitación, habló ante el silencio general que se había producido.
- Dijo que quería ser sepultado en el patio de atrás- Agregó y levantando el brazo, señaló la parte trasera de la casa.
Un silencio pesado se hizo en la habitación. Se escuchó al interior una tetera que hervía y un niño pequeño lloró al ser despertado por los gritos y luego calló y siguió durmiendo.
Nadie sabe si fue por el efecto del exceso de alcohol o por otra razón, lo cierto es que un grupo de hombres se dio a la tarea y al despuntar el alba, el cuerpo de don Segismundo encontró cristiana sepultura, en el patio de la casa a la sombra del sauce, donde el hombre se sentaba a pasar el calor en verano.
FIN
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