Al comienzo tratas de tomarla con calma y decirte a ti mismo que eres un profesional, que un perro ladrando no va a llamar la atención de algún viandante, porque es tarde y está muy oscuro, pero ese galgo estúpido pasa por debajo de la cerca y se te acerca amenazante, puedes ver su pelaje sucio, los pedazos de pellejo visible, pero sobre todo, que muestra sus dientes amarillos. Y obviamente, ese es el día que se te olvida sacar del carro el bisturí o al menos el pañuelo bañado en cloroformo que te había sido tan útil durante la noche anterior. Por andar con la prisa, se te escapan los detalles.
En ese momento terminas cometiendo una de esas acciones estúpidas, ese tipo de acciones de las que no recuerdas por qué era que parecía tan buena idea cuando se te ocurrió realizarla. Sabes a lo que me refiero.
Estoy hablando por supuesto de arrojarle el hueso al perro para que se aleje de ti.
¿Ya te ha pasado antes verdad?
Todos saben que lo mejor que puedes hacer es regresar por donde viniste y esperar que el perro sarnoso que se quedó con la tibia de tu última víctima no vaya a dejar el hueso en un lugar visible demasiado pronto. Piensas seriamente que esa es la opción a seguir, porque eres un tipo inteligente, todo un pensador, un sujeto de intelecto superior que actúa al margen de la ley, pero espera...
Una mala decisión siempre viene seguida de otra más, que hace que mientras piensas eso, tu cuerpo decide que el camino a seguir es revolcarte en el humedal para tratar de arrancarle el hueso.
Y tú sabes lo que pasa cuando intentas quitarle un hueso a un perro.
Es así como un par de minutos después estás embarrado y con la mano ensangrentada... bueno, sangrando, solo que no te das cuenta de que es tu sangre hasta que has recuperado la tibia que ibas a esconder. El perro se aleja cojeando, gimoteando, puedes decir que derrotado.
Hasta ese instante no salió tan mal, ¿es eso lo que ibas a decir? Espera, que hay más.
Una vez dejas ese hueso bien sepultado bajo las piedras, donde sabes que nadie lo va a volver a encontrar jamás, te comienzas a preocupar por tu mano, por cosas como la rabia, las bacterias y ese tipo de cosas que suele transmitir un perro callejero.
Así es que estás caminando por el humedal pensando en eso, ya casi llegando a la trocha donde dejaste el carro, cuando ves al mismo perro jugando con la cabeza.
Trata de imaginar esto, no es tan difícil: Te pasas dos horas desarmando un cuerpo y distribuyendo los trozos en lugares alejados el uno del otro, para que diez minutos después a un perro se le ocurra que es graciosísimo escarbar la tierra para sacar los trozos. El perro está lo más de divertido con el hocico hundido en las cuencas de los ojos, hasta el punto de no voltear la cabeza cuando te acercas.
Son las cuatro de la mañana ahora, hace frío, sigue oscuro, lo mejor sería dejar todo así y reírse de eso en un futuro, pero no, agarras la piedra más grande que ves alrededor y se la clavas en el costado.
Aquí es donde la cosa se pone fea: El perro en vez de salir corriendo, se pone bravo, se lanza a morderte, pero lo esquivas, intentas huir de él. Y a que no adivinas lo que pasa después.
Resbalas. Resbalas de tal forma que tu cara queda sumergida en el barro. No te rías, puede pasarte a ti también.
Deja de reírte por favor, esto es serio. Un perro mordiendo tu entrepierna no es motivo de risas. Al menos no lo fue cuando me pasó a mí.
Para no entrar en detalles macabros, dejémoslo en que maté al sarnoso. Salí victorioso, sangrante, bastante feliz a pesar de la extraña secuencia de inconvenientes.
Después voy saliendo del humedal, vuelto un desastre de entrañas, barro y sangre, cuando veo que ya no está el carro donde lo había dejado estacionado.
Pero esa historia no te la voy a contar hoy.
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