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LA PIEZA N° 313

Hermelinda cerró los ojos y Leoncio la besó. Estaba cansada, pero correspondió al beso. Se inició una lucha entre el sueño y la pasión venciendo el primero.

La pieza era pequeña. Cuatro paredes que una vez estuvieron pintadas de blanco. Algunos pedazos de yeso que estaban suspendido de milagro en el aire, desafiaban las leyes de la física.
Cinco días abrazados, acostados, sin salir de ahí.
Él preguntó si había tomado los medicamentos. Ella respondió que sí. ¿Los nuevos? Volvió a asentir, después la tos la dobló en dos.
La ubicó sobre su regazo y le acarició los cabellos húmedos. Le friccionó la espalda, hasta que la tos cesó.
Los ojos de Hermelinda tenían el brillo que daban la fiebre y el amor. Leoncio olvidó sus ansias. Las caricias fueron tiernas, casi paternales.
Una semana atrás ni siquiera sabía de su existencia. Estaba en el campo, con su familia, sus tres hijos y Librada, su mujer. Con el vientre hinchado. El doctor dijo que podría haber complicaciones en el parto y que preparasen dinero. Por las dudas.
Así que decidió ir a la capital, a trabajar con su primo en la herrería. Dos meses, nada más.
De nuevo la tos de la chica lo sacó de sus pensamientos. Tenía la frente caliente.
Viajaron juntos desde Concepción, donde ella subió. Coincidieron con asientos vecinos. Él estaba dormido, pero fue imposible seguir haciéndolo. Ella tosía constantemente.
Así que prefirió hablar. Ella era simpática dijo que iba a Buenos Aires. Una tía le había conseguido trabajo como doméstica.
Piel canela tersa, labios gruesos , dientes blancos y encimados. Dijo tener dieciocho, pero ciertos rasgos infantiles y el pelo corto y enrulado la hacían parecer un efebo.
El viaje era largo, más de seis horas. Él la invitó a comer en el primer parador. Dijo que no tenía novio, pero una sonrisa pícara invitaba a la duda.
Una hora después, la atracción mutua los llevó a darse el primer beso. Cuando llegaron a Asunción, fueron abrazados hacia una pensión de los alrededores de la terminal de ómnibus.
Ella pospuso su viaje. Él, iría al trabajo unos días después.

Hermelinda volvió a toser. Él apagó el ventilador del techo, que en forma obediente realizaba su labor con un chirrido agudo.
Ella tiritó, a pesar del calor. Leoncio sólo la abrazó.

No podía dejar de mirar el ataúd, lo que más le llamaba la atención era el color. Blanco. Y el tamaño. Muy grande para un angelito.
El viento mecía a las flores que casi tapaban la parte superior. La gente pasaba a su lado como si no tuviera pies.
Alguien lloraba en un rincón, con sollozos mansos. La miró, las lágrimas le bañaban el rostro. Una infinita tristeza nadaba en sus ojos negros. Era su mujer. Leoncio quiso hablarle, movió los labios, pero no salió una sola palabra. Quiso consolarla, pero no pudo. Quiso mover los pies. Pesaban toneladas.
La tos venía del cajón. El tul blanco no logró ocultar la cara de la mujer, casi una niña.
Sus labios azules conservaban un rictus de sorpresa. Parecía un ángel dormido.
Volvió a toser y abrió los ojos. Hermelinda sonrió. ¡Estaba viva!
Gritó, pero nadie le hizo caso.
Traían flores y más flores que tapaban ya el ataúd. Algunas mujeres tomaron las manos de Hermelinda, dos lirios blancos puestos en cruz.
-¿No ven que está viva? ¿No oyen que tose?
Pero nadie lo oía, pasaban a su lado como si no lo vieran.
Airado, arrancó los tules, tiró las flores y gritó a la muerta que abriera los ojos.


Leoncio lloraba, las lágrimas fluían con tal intensidad que mojaron las sábanas. Se despertó con el cuerpo empapado en sudor. Ella en posición fetal, de espaldas a él.
La llamó con voz queda. Le dio la vuelta. Estaba fría. Muerta.

No era un sueño. Hermelinda, el bello ángel de su sueño, estaba muerto. Ahí, a su lado.
Se atropellaron los pensamientos.
¿Qué hacer? Avisaría a la dueña de la pensión. Pero vendría la policía. Su mujer se enteraría de todo.
La perdería a ella; a su familia. Ella era menor, casi una niña. También podrían pensar que él la mató. Ella no dijo dónde vivía, no podría avisarle a sus parientes. No podía hacer nada por ella.

Eran las tres de la mañana. La calle estaba dormida. Algún auto pregonaba su presencia con sonidos que nacían y morían a los pocos segundos. Un grillo emitió un canto con una nota falsa y se calló. Abrió la puerta que ostentaba el número 313 pintado de blanco. El largo y sinuoso pasillo estaba vacío. Tomó su bolso y se perdió en las calles desiertas y oscuras.



Adriana miró con desagrado la pieza de la pensión. Pero debía contentarse con lo que había conseguido. Así que se dio un baño y se preparó para dormir.
Al día siguiente debía realizar un largo viaje.
El cansancio la venció enseguida. Durmió nada más poner la cabeza sobre la almohada.
Una tos insistente, seca, a su lado, la despertó. Abrió los ojos en la oscuridad. No había nada. ¿Lo habría soñado? El silencio era roto por el chillido del ventilador. Lo apagó. Abrazó la almohada y con un suspiro se durmió.

Adriana iba aprisa. No debía perder el bus. Sólo debía caminar dos cuadras para llegar a la terminal. Se ponía en movimiento, pero por alguna extraña razón no podía llegar a destino. Los 200 metros se habían convertido en una cinta gimnástica, en la que se camina y camina, pero siempre se está en el mismo lugar.
Había cruzado una calle, le faltaba otra. Un cortejo fúnebre la detuvo. Nadie parecía estar triste. Algunos cantaban, otros reían. Todos iban vestidos de blanco. Ella sintió una gran excitación. El ataúd era claro. ¿Quién iría en él? Un deseo inexplicable la llevó a averiguarlo. Una ráfaga de viento le causó extraños escalofríos. Un coro de toses se elevó en el aire cuando ella miraba al finado. Era una mujer. De cabellos largos. Se reconoció a ella misma. Estaba muerta. Los latidos de su corazón sonaban produciendo un terrible sonido en sus oídos. Todos la miraban. Alguien tosió. Como si fuera una orden, todos lo hicieron.
Adriana se despertó. Quedó en silencio, esperando oír la tos. Pasó un doloroso minuto hasta que se aquietó su respiración. Al rato, volvió el sonido. La tos se oía a sus espaldas, frente a ella, a su costado.
¿Sería alguien en la habitación contigua? Pero ya no pudo dormir. Mezcla de curiosidad y miedo se lo impidieron.
Hasta que de nuevo la oyó. Era en su pieza. Iba y venía de una pared a otra como una pelota de ping pong.
Adriana se vistió y fue a la conserjería. Pidió otra habitación, no podía dormir de los ruidos.
El dijo que era la única que tenía. Miró su reloj y agregó: a partir de las tres, dormirá mucho mejor.
Adriana volvió a su cuarto. Miró con desagrado el número 313. Era supersticiosa.
Con cierto temor se acostó sin apagar la luz. Pero no hubo más ruidos.
Al día siguiente el conserje tuvo el tupé de preguntarle si había dormido bien y con una almibarada amabilidad dijo “ que la esperaban siempre”. Ella contestó con cortesía, y se guardó muy bien de decirle que jamás volvería.

La limpiadora pasó con cierto temor por la pieza N° 313. Hacía tiempo que trabajaba en la pensión, sin embargo, sentía escalofríos cada vez que oía la tos seca que venía de la habitación vacía.


Texto agregado el 20-05-2005, y leído por 601 visitantes. (18 votos)


Lectores Opinan
24-04-2008 escalofriante Lu, es la primera vez que lo le! impresionante, y me gustó mucho!! efelisa
19-05-2007 me quede muda mientras leia........ =) 5****** SaludoOs...¡¡¡ andreas_tr
14-05-2007 Buen relato has inventado, la vida y la muerte son evidentemente inseparable, y has logrado a partir de allí, escribir una interesante historia. Mis estrellas y las nievas eternas de mis montañas para ti. Yo patito3851
19-01-2007 Sí es cierto, el manejo del tiempo es agradable, y se complementa con el cruce entre la realidad y la ficción. kilinyros
26-08-2006 A medida que te leo, me entusiasmo, me , perdón, caliento, tenés un genio especial, y un dominio de los tiempos que me fascina, te admiro rferesin
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