Cuando yo todavía era un bebé, así me lo contaron, trajeron a nuestra casa una jovencita, casi una niña de escasos trece años, para ayudar a mi madre en los quehaceres domesticos y por supuesto también cuidarme.
En fin, vivir con nosotros, como una persona más de la familia.
En un costado del patio embaldozado, ella tenía su pieza, la cual se comunicaba con un pequeño baño. Las comidas las tomaba sola, en la mesa de la cocina, nunca con nosotros en la mesa del comedor diario.
En mis decenas de recuerdos de mi infancia, siempre
está presente Isabel. Esa figura delgada, con cicatrices en los brazos y piernas, producto del sistema educativo empleado por sus padres, según ella me lo explicó alguna vez.
Los años pasaron. Crecimos. Isabel siempre con nosotros. Mis padres la mayor parte del día estaban fuera de casa, debían ocuparse del negocio familiar, por lo tanto Isabel se transformó en un personaje muy importante, en todo lo que a la casa se refería: nosostros, los chicos, incluidos por supuesto.
No se hacía nada sin su consentimiento y lógicamente de acuerdo a como ella veía las cosas.
Era una chica muy hacendosa, capáz y eficiente;
extremadamente limpia y ordenada, pero sin un gramo de conocimientos básicos o mínimos sobre ningún tema, como tampoco, obviamente, sobre la educación infantil.
Mis padres, que tampoco sobresalieron en sus conocimientos ni metodos educativos, lo cual lo razoné al correr los años, entregaron en forma plena, absoluta y porque no negligente, la educación de sus hijos a una jovenzuela sin casi educación escolar, proveniente de un hogar con problemas socio-económicos, de muy bajo nivel social, de familia numerosa. Una niña aún, que se crió a golpes de la vida y también de los otros. Que se formó sola, soportando sobre sus escuálidos hombros todo el dolor, la pobreza, la inseguridad de una determinada clase social. Y asi crecimos y asi pasaron años.
Recuerdo, como una vivencia interesante por cierto,
las visitas de Isabel a la casa de su familia, a las cuales me llevaba la mayoría de las veces como compañia, sin entender, en aquel entonces, el porqué.
La forma de vida allí tan distinta a la nuestra. El patio de la casa, el barrio, los hermanos. La madre con cara de enojada siempre, el padre muy petiso que casi no habla, trabajaba de mozo en un café del centro de la ciudad; supe que siempre se quejaba del dolor de piernas, las sumergía en un fontón con agua caliente,y creo que le agregaban sal. Todo era distinto, tan raro, tan...no sé qué.
Hoy podría explicarlo perfectamente, entonces no.
Como era lógico,también ella, encontró un muchacho con el cual, al poco tiempo, decidió casarse. Llegó el día en que se mudó de casa, a su casa, para formar su propia familia.
Nuestra casa ya no fué la misma. Durante mucho tiempo la buscabamos y estabamos seguros que en cualquier momento aparecería.
Cuando pienso en la infancia, no sobresaltan recuerdos gratos como para recordarlos, no nos fue fácil: teniamos que cumplir al pie de la letra todo clase de reglamentos y obligaciones, que no estaban escritos en ninguna parte, pero los sabiamos y los cumpliamos por miedo, no a mis padres sino a Isabel.
La limpieza, el orden, fueron elementos primordiales que marcaron nuestros días, alli en nuestra lejana infancia. Por supuesto modelaron nuestra forma de ser, espero que en el buen sentido de la palabra.
Creo que le debemos a ella, un sincero agradecimiento por su labor cumplida.
© surenio
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