Las casas abandonadas de La Esperanza
Idar cumplía con rigor sus tareas en la cantina, así como terminaba se iba a la playa para ver a Ana. La chica que pasaba los días atendiendo su casita, tenía como pasatiempo visitar las chozas abandonadas de la Esperanza, donde correteaba y jugaba desde los seis años.
En unas entraba para revisarlo todo; en otras fantaseaba como si fuera su casa y esperara a su esposo. Después de un rato se aburría y terminaba por dejarlas para acudir a la playa, donde ya estaba Idar sentado en la arena, mirando el mar.
Entonces empezaba ese diálogo mudo, de pequeñas palabras.
--¿Trabajaste mucho hoy?
--Sí.
--Platícame otro libro.
Entonces el muchacho iniciaba el relato de uno de los que había leído recientemente, maravillando a la niña que lo escuchaba con atención. De vez en cuando le interrumpía con preguntas de si había ido a esos lugares lejanos, o si no le parecía tonto el protagonista, a lo que el muchacho sin perder la paciencia le respondía siempre con gentileza.
-No es tonto, es que está enamorado-le decía.
Así Ana fue cobrando afición a la compañía de Idar, y un buen día se armó de valor para preguntarle si pensaba quedarse en La Esperanza.
--No—respondió Idar sin asomo de duda.
--¿Por qué? ¿No te agrada mi compañía? –dijo contrariada.
--Si me agrada pero no puedo estar en un solo sitio.
Entonces Ana se sintió defraudada. Había llegado a suponer que Idar se casaría con ella pues estaba segura que la amaba, así que no entendía que pasaba.
Idar le miro al rostro entonces y comprendió el gesto de Ana de inmediato. Aturdido se puso de pie y empezó a caminar hacia el pueblo. Ana no se movió de su lugar, pues todavía no asimilaba la respuesta de Idar.
Al cabo de unas horas, Ana se dirigió a las casas abandonadas, entró en una de ellas y se arrojó sobre un catre viejo. No paró de llorar hasta que amaneció.
Idar reflexiona
A la mañana siguiente Idar se levantó muy temprano –no pudo dormir pensando en la tristeza de Ana- y fue a buscarla. Al llegar encontró al maestro en la puerta, a punto de salir, y al preguntarle por Ana éste le dijo que había salido de viaje.
-Quiso en su capricho ir a visitar a unas tías que tiene en la capital –le dijo el maestro
Idar se quedó perplejo. Así que se despidió del maestro y se encaminó a la playa.
Sabía que el enfado de Ana podría durar mucho, pero como decirle... El no tenía que ofrecerle porque solo era un vagabundo. ¿Cómo podría permanecer a su lado en esas condiciones? Lo mejor era sin duda que se hubiese marchado.
Idar reflexionaba esto pero la rabia le ahogaba el corazón. Sí, era bueno que Ana decidiera viajar, pero no tenía porque no avisarle. Entonces impulsivamente se dio la vuelta y corrió al hotel, apresuradamente guardo sus escasas pertenencias en la mochila, entonces fue cuando se detuvo. ¿De qué huía? Ana era lo mejor que le había ocurrido en la vida y deseaba estar a su lado. No podría dejarla aunque quisiera. Después de esta breve lucha interior decidió quedarse y esperar. Esperar que le perdonase.
Ana regresa
Después de un par de semanas Ana regresó a La Esperanza. Su corta visita a casa de sus parientes le permitió tomar una decisión con respecto a Idar. Regresaba con ánimo vengativo, esperando lastimarlo.
En una banca del parque estaba sentada Ana, entretenida en una vieja revista.
Idar se aproximó temeroso, y se detuvo frente a ella con agitación. Tenía la cara roja y las manos sudorosas, y no recordaba haberse sentido nunca como en ese momento, tan lleno de vergüenza y ansiedad.
Antes de que Ana pudiera decirle algo, Idar le confesó lo que había sufrido por su partida.
Durante algunos minutos se quedaron así: el de pie frente a ella, mirando los arcos de la plaza, ella con la vista clavada en la revista. Pero algo había ahí que no necesitaba conversarse.
Aunque el joven estaba acostumbrado a su voz interior, simplemente esta vez no quería escucharla, porque como una alarma le gritaba, algo como tener cuidado, como un mecanismo de defensa, “pero, ¿defenderse de quién?, ¿qué daño puede hacerme ella? Si solo está molesta... Entiendo”
Idar tomó la mano de Ana en un arrebato y ella se sorprendió, pero no pudo retirarla. Entonces sin soltarla se sentó a su lado, fijo la mirada en ella, y le dijo:
- Me quedaré en La Esperanza si tu lo deseas. Ahora, dime... ¿qué hago con esto que siento?
- Yo también te quiero, pero no te quiero ver más, le respondió la chica.
Entonces Idar asintió con temor y se alejó despacio, con la esperanza de que Ana reflexionara.
El incendio
Dejando el hotelito donde vivía decidió caminar sobre la playa.
Al hacerlo reflexionaba sobre la inconstancia de la niña, de sus repentinos cambios de actitud para con él. Sin saber que ya la amaba sentía gran turbación al pensar en el rechazo que le manifestaba la chiquilla cada vez que la veía. Y después estaban aquellos momentos en que ella iba a buscarlo, por las tardes, cuando nadie salía de su casa.
Ensimismado como estaba no notó el inusual ruido que los habitantes del pueblo hacían: corrían y mencionaban el incendio, lo que despertó al chico por completo.
Alzó la vista y vio la columna de humo que subía espesa y negra desde el pueblo hacía las alturas. Un opresión terrible le embargó el pecho.
De una mirada descubrió que la casa que ardía en el pueblo era la del querido maestro.
Correr y arrojarse dentro le tomó un instante.
Idar buscaba con desesperación entre las llamas. Como voraces olas le cubrían el rostro, las manos, y con ánimo perturbado se desplomó sobre el piso, agotado. Entonces, de una mirada obstinada localizó a Ana, tendida en el piso e inconsciente, tal vez muerta... El deseo de salvarla fue más fuerte que cualquier reflexión hecha acerca de su propia supervivencia. En dos zancadas cruzó la habitación pronta a consumirse por el fuego devorador. Levantó casi sin sentirlo el cuerpo sin sentido de la chica, y salió como ráfaga del lugar, pero apenas el aire del exterior le enfrió la cara dejó caer el peso y se desmayó frente a la casa.
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