Quiero suponer que todo empezó con una buena intención. De hecho dicen que fue así. Lo que nadie sospechó es que se convertiría en una moda masiva. Empezaron los famosos y siguieron los chicos de mucho mundo. Después vendrían los niños y niñas de colegios particulares. La moda alcanzó a las madres de familia, los choferes, los yonquis, las secretarias, los abuelos. Yo no sé si aún quedarán reservas de plástico amarillo. Pero lo veo en todas partes. Amarillo sobre todo, porque era el original, pero ahora hay de todos los colores y de todas las advocaciones solidarias. Amarillo, el de livestrong. Después rojo contra el SIDA, por los juegos en Madrid; negra contra la discriminación, morada contra la violencia en Juárez, rosa contra el cáncer de mama; azul por los niños autistas y por supuesto, el color de tu equipo favorito… En fin, no hay causa sin color y sin marketing de por medio.
Sé que esta moda pulserera ya es vieja y con ella, la discusión seguramente ya se ha dado en familias, oficinas, cafés, colegios. Que si son buenas causas, que si no. Que si unos no saben su significado, que si todos de pronto somos muy solidarios. La cuestión es que en este caso la mano derecha sabe lo que hace la izquierda por el caudal de luchas sociales que coloridamente se adhieren a la muñeca. Personalmente, odio las pulseras pero me cansé tanto de discutir al respecto que acabé obviando el tema, sin embargo hoy me resucitó la furia anti cauchos porque venía en el metro y una chica que traía pulseras de todos los colores, no fue capaz de cederle el asiento a una embarazada. Ignoro si sabe qué significan todos sus plásticos y si lo sabe, me resulta completamente fuera de lugar que se solidarice con veinticinco causas excepto con la de su compañera de vagón que sufriente, resollaba a medio pasillo mientras su abultado abdomen solicitaba descanso.
Lo macro y lo micro. Lo inmediato y lo lejano. La misma mano que enarbola su pulsera amarilla es la que se lleva un cigarro a la boca. Más allá de lo social, está la coherencia del ser humano. Y ahí van todos sintiéndose parte de un rebaño marcado por un arillo de plástico. Unos lo dejaron de usar porque la cuestión se masificó y ya no los hace “diferentes”. Otros buscan el color más reciente o el que combine con su atuendo. Porque el cáncer de mama no combina con el naranja y el antirracismo no se lleva con el azul oscuro.
Cuando pasen de moda ¿Pasarán también de moda las luchas que dicen representar? Yo le voy a vender a Nike la idea de empezar a cambiar las pulseras por pajaritas de colores. Todos con corbatines multicolores, a ver si agarrados del cuello, nos acordamos de todas las buenas obras que compramos a cantidades irrisorias, o a ver quien, a fuerza de coleccionar todos los colores posibles, se ahoga en su propia inconsistencia.
Sí, ya sé que estoy apocalíptica y que no es para tanto. Y que hoy esta columna parece sermón, pero aún pesa sobre mi pedacito de conciencia colectiva, la panza de la embarazada que no pudo sentarse en el metro, porque a una chica de múltiples brazaletes no le dio la gana levantarse. Y pesa sobre mi conciencia porque entorné mucho los ojos pero no dije nada. Tampoco uso pulseras. Ni pienso usarlas.