| Invitada por mis padres, mi prima Piluca vino a casa para pasar unos días de vacaciones.
 Piluca es una niña alta, esbelta, con curvas bien delineadas
 que anuncian el devenir de un esplendoroso mañana. Sus melenas
 rubias, suavemente onduladas, se extienden en cascada sobre
 los hombros desnudos. Destaca en su rostro de grano fino y
 tornasolado, liso como la porcelana, sus labios gordezuelos,
 bien dibujados, que perennemente anuncian la caricia de un
 beso. Sus ojos grandes, cuyo iris aparee pigmentado de verde,
 desprenden la dulzura de un lago quieto, sosegado y en calma,
 que a sus quince años todavía no ha descubierto los avatares
 tormentosos y encrespados que nos depara la existencia.
 --Luis, ¿por qué no me enseñas el parque?
 Esta tarde no tengo ningún compromiso, por consiguiente nada
 me impide complacer a mi guapísima prima.
 --De acuerdo. Cuando quieras nos vamos.
 Cogemos el autobús. Sentados juntos, ella, cogiéndome del
 brazo, se recuesta a mi vera. Apenas nos hablamos, cada uno
 embebido en sus pensamientos. La diferencia de edad, yo he
 cumplido ya los veinte, nos sitúa intelectualmente en mundos
 distantes. Al llegar al parque visitamos el estanque, la
 cascada, las amplias avenidas, recreando la vista en las
 magníficas estatuas. Y cuando después del largo deambular por
 todos los parajes de verdes plantas y vistosas flores nos
 sentimos fatigados, nos sentamos en un banco situado en un
 recoleto rincón.
 A paso uniforme y rectilíneo la luz cabalga sobre el sol en
 esa pradera infinita y azulina que se extiende en el
 horizonte, para en breve espacio de tiempo encerrarse en la
 lobreguez de la noche. Solo la soledad y el silencio se
 hermanan a la cansina postración de nuestros cuerpos, que en
 plácido silencio se han arrellanado sobre la dura madera del
 asiento.
 Mi mente, ausente, se goza en la quietud del entorno y en la
 dulce vecindad de mi angelical primita y encuentran agradable
 distracción en peinar con los dedos las sedeñas guedejas de su
 compacta melena.
 --Me estás despeinando --se queja Piluca.
 Ceso en mi entretenimiento y con exquisito mimo llevo a mi
 mano a enmarcar su ebúrneo cuello, dejando que el dedo índice
 y el pulgar se embelesen modelando una y otra vez la satinada
 piel que lo envuelve.
 Los pájaros con sus trinos anuncian la vecindad de la noche.
 Sombras alargadas denuncian que el sol que las fomenta se
 aleja en el ocaso. Piluca tiembla. Y mis ojos asombrados
 descubren que su rostro, momentos antes tornasolado y
 traslucido, está rojo como la grana, y aquellos lagos
 insondables y tranquilos, han desaparecido absorbidos bajo
 unas pestañas herméticamente cerradas.
 Descubro en mí una sensación extraña, incomprensible, que se
 aleja de cualquier esquema preconcebido. Sólo advierto un
 deseo incontrolado y ayuno de suspicacias y torcidos
 designios, que se centra en recoger en mis labios ese perenne
 beso que se forja en la boca de mi primita. Acerco mi rostro a
 su cara y antes de que nuestros labios se junten, sus brazos
 se anudan con fuerza a mi cuello con la pasión de quién
 desesperado busca refugio a su desazón.
 Ha sido maravilloso y hermoso gozar de ese primer beso de
 amor, que no creo que por años que viva se borre de mi
 memoria.
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