Rosa despertó en un ruido súbito proveniente de la calle. Soñolienta aún de aquella larga noche de felicitaciones, no quiso abrir los ojos con la incredulidad de quien no sabe está soñando y quizá no quiere despertar, aún no. La fina cama le continuaba la piel hasta la seda y le alargaba el sueño en pequeños desvaríos de inconciencia. Al fin abrió los ojos con fuerza y, para vencer al letargo que la apresaba y la perdía en sus verdades inciertas, se sentó con rapidez dejando sus piernas dobladas y abrazadas en buen día. El sol que aunque no muy caliente, cegaba con facilidad enaltecido en el blanco de todas las casas que tapizaban la colonia. Y al ritmo del ajetreo matutino, entre aves canoras y gritos de un ruidoso claxon se sintió tan ajena ese día y complacida de que así fuera; no iría a trabajar.
Afuera, tras esa gran ventana de dos hojas que iluminaba casi todo el largo cajón en que vivía, ese que tanto había luchado por conseguir y decorar, se escuchaba el inicio del día, en alborotados pajarillos, en la fantasmagoría de batalla creada en luces que querían desgarrar las cortinas para llegar a su departamento, en ese cielo de azul tan blanco en velo del sol primaveral. Rosa misma pensaba no haber despertado hasta que dadivosa le regalaba las paredes, los lienzos en el techo, su cuerpo entero y todo el interior del departamento a esos rayos matutinos. La mañana era perfecta. De pronto escuchó un ruido que le parecía familiar, un pequeño quejido de la ventana, seguido del sostenido y dulce lloriqueo. Volteó la mirada entre los cabellos que se doraban en su frente, buscando el ruido. Su silueta se difuminaba con los destellos más valientes que le moldeaban el cuerpo, un cuerpo perfecto que se dibujaba atrapado bajo la larga camisa blanca con que dormía. Encontró al fin al intruso en la ventana y supo eso la había despertado, aún tintineaba el recuerdo. Le llegó la cortina a la delicada punta de su nariz y en una sonrisa, se negó a descubrirse. Soltó las cortinas y en una hosca y burlesca mueca se puso en pie y saltó de la cama. Tomaría un baño.
El pequeño baño era un hexágono de cinco pequeños muros que no llegaban al techo y la pared. Fascinaba su pequeña puerta de cristal azul y la naturaleza improvisada de su figura. Rosa caminaba hacia él y viendo de reojo la entrada, volteaba al espejo en la pared sacando la lengua mientras se despeinaba. Después seguía darse un regaderazo. Se escapaba de las prendas como chiquilla; aprisa y sin desabotonar nada, de la camisa, de la ropa interior. Peleaba un rato con el aura fría del suceso y se negaba a acercarse a la ducha antes de que el agua entibiara sus labores. Por momentos se quedaba sola bajo el chorro de agua, abrazada, con sus ojos azules al espejo, disfrutando del momento. Se secaba con dos toallas mientras lavaba sus dientes. Al salir, se sentaba en una hermosa silla de madera frente al espejo y empezaba a depurar la silvestre belleza de su cuerpo entero. Ese día al saltar de la cama vio una vez más la penumbra que le nacía a la puerta. Dos cortinas gruesas y oscuras protegiendo las ventanas y un cubo de luz en el techo daban toda iluminación al lugar, que en días de hollín era casi nula. Sólo al correrlas se encendía el apartamento; excepto la llegada a la puerta. Siempre debió entrar en su atmósfera para salir, en ese piso manchado y oscurecido, en ese olor a pasillo que no le era del todo agradable... pero no ese día, ese día terminaría su cuadro.
Ya bañada, formándose en el pequeño clima nebuloso que creaba en derredor con el agua caliente, salió y escribió algo en el espejo aún empañado. Tomó un vestido azul, el que más le gustaba, y lo puso sobre la cama. Así todo lo necesario ese día, quería lucir esplendorosa. Se sentó frente al espejo, tras la nube disipada, y empezó a acicalarse. Ahí, sentada, sin un idioma propio en casa, con la vista perdida en sus ojos, se sumía en cualquier pensamiento.
“Debiste conocerle Dedé; era todo un hombre”. Le decía su madre con su abismo de mirada, del color del té helado sudado en la ventana, cambiándole para ir a la escuela como todos los días, en la misma forma, frente a un espejo como el de ahora en su casa. “Cuéntame la historia del barco, mami”. “Muy bien, pero primero, ponte la pijama y tápate bien con la cobija”. Lloraba más en silencio, con una pequeña sonrisa en el rostro, nunca temió hacerlo frente a su niña, frente a Dedé. Las dos juntas en la enorme casa, viviendo con el recuerdo de su padre, ninguna preocupación y su amor mutuo.
Se tumbó sobre la cama con brazos y piernas abiertas, luciendo ya totalmente arreglada, disfrazada de alegría; cuando de pronto escuchó una vez más el sonido que la había despertado. Volteó de nuevo hundiendo la cabeza en el colchón, pero su mirada al pasar se quedó en los lienzos que colgaban de las vigas del techo; varias telas en una decoración que siempre había querido. Tantas pinturas la capturaban de nuevo. Estaban los paisajes, la naturaleza muerta, los colores y las sombras, las caras de sus padres. Había deambulado por tanto espacio, por tanta textura y aroma, por tanto recuerdo. Llamó su atención uno de sus primeros trabajos y se quedó viéndolo por un instante; distaba tanto de lo que ahora hacía. Pensó en ello y recordó el lienzo a medias que estaba en un rincón de la casa, entre el desorden, que no era tal desorden que no supiera de las cosas, sólo el necesario para no agotarse en pensamientos de debe ser perfecto. Vio hacia la esquina y se levantó de nuevo. Ahí, bajo la manta blanca que llegaba hasta el suelo, estaba la imagen que ese día quería terminar. Llegó a ella, tomó la punta de la manta, la alzó poco y al querer asomarse cayó un bulto de pinturas, brochas y pinceles. Algo exaltada dejó la tela y se puso a recoger lo caído. Entonces se fue a preparar el desayuno.
“Lo siento, amor. Debo irme, esta reunión es muy importante. Tan pronto acabe, vuelvo en el primer avión. Cuidas a Dedé, a mi pequeña Rosa. Te amo”. Su madre nunca supo de mejores palabras para decir adiós, las prefería así. “Nunca lo volví a ver, lo amaba tanto”. Calmando las inminentes lágrimas de nostalgia, de dolor, volteaba hacia su hija: “Tienes sus ojos Dedé, y el gesto de incomodidad cuando no te gusta algo. Sería feliz de verte crecer, te adoraba, por él te decimos Dedé”. Eran inseparables, madre e hija. Era un día lluvioso cuando Rosa salió de la escuela, esperando a su madre. Uno a uno se iban los niños, dejando sólo el gris del día. La última maestra la dejó bajo la palabra de Rosa y haber visto que aquel carro era el de su madre. Pasaron horas, ya el cielo pesaba menos y la bruma y el tapiz de agua borraban el día tras de sí, cuando aprisa dio vuelta en la esquina el auto, frenó y de ahí bajó lo poco que quedaba de su madre. La cara lo decía todo, había tomado el corazón de la niña y esa tarde se le perdía. Con el rimel por su cara buscó desesperada a Rosa, cuando, de detrás de una columna del atrio de la escuela, asomó la carita bañada en lágrimas. La madre con miedo quiso hablar y resignada sólo emitió un suspiro; Rosa corrió a sus brazos y pasó la lluvia mucho antes de que se soltaran. No se volverían a separar.
Había preparado el desayuno que le encantaba; hot cakes, cereal, huevos cocidos, leche, jugo, café... apenas recordaba ya le era demasiado. Comió apenas lo suficiente y no lavó los platos. Una vez limpia de todo, volteó de nuevo a ver la pintura que la esperaba; la razón por la que había faltado al trabajo.
“¿Ya te vas?”. “Sí madre, tengo dos boletos de avión y mil maletas, Ricardo no debe tardar en venir”. “La universidad, tu padre estaría tan orgulloso”. “Lo sé madre, lo sé”. “Te voy a extrañar, te amo Dedé”. “Te amo, madre”. Una pequeña luz en casa jamás se apagó desde su partida, un lugar más no se movió de la mesa. Rosa iba a estudiar lejos, con su novio que en cambio, estudiaba medicina. Vivirían juntos. “Saluda a tu nuevo vecinito, Dedé. Él es Ricardo”. Tantos años habían pasado desde entonces. Siempre juntos, creciendo uno para el otro. “¿Me querías decir algo?”. “No sé, ¿tú me querías decir algo?”. “No, nada, curiosidad”. “Ah, yo igual”. Esa noche, pocos años antes de irse a vivir juntos, se besaron; nada más hizo falta desde entonces.
Rosa se paseaba entre los mullidos sillones que le acurrucaban en días de lectura, entre la mesita de caoba que tanto había esperado, entre alfombras y piso de madera, entre el presente y el recuerdo. Había llenado de cojines el área de su cama, al fondo del departamento, junto a la ventana, junto a las cortinas y su ropa, pegado al espejo que le veía a diario. Antes de ello, y a la izquierda, estaban sus pinturas en proceso y sus herramientas, frente al baño. Más atrás la sala, su televisión empolvada y todo para ver películas, escuchar la música que le encantaba y la ponía a bailar. A la entrada la bella cocina que daba gustosa bienvenida todo aquel que llegara a visitarla, y su grande comedor. Todo cuidadosamente planeado y colocado; en armonía.
Llegó frente a la pintura y de un golpe levantó la tela que la cubría. Lo que observó la dejó pensativa por un instante, el intenso olor a pintura le llenó los pulmones y el alma de vida. Ahí, en cálidos colores, en mucha pasta, estaba la viva imagen de su cuarto, aunque en técnica difusa y fuera de foco, en trazos desproporcionados y entre el claroscuro. La fuente del color en la ventana brillaba en amarillo, anaranjado, rosa, beige, un poco de azul y los tonos dorados. Grueso el lienzo, y a medida que se iba hacia abajo llegaban los tonos café, púrpura, negro del fondo del departamento. Todas las cosas del lugar en detalle y tan poco detalladas. Tomó sus cosas para empezar, sabía precisamente qué le faltaba. Encendió la luz.
“¿Qué sucedió Diego? Dijiste volverías”. La madre deambulaba sola entre la duda, con cuatro platos a la mesa y sólo el ama de llaves a su lado. “Qué bueno que llegas hija, te estaba esperando... ¿y Ricardo?”. Madre e hija pasaban las vacaciones y los largos fines de semana para estar juntas, cada vez que podían. “Al fin te graduaste amor, tú padre estaría tan orgulloso”. “Lo está madre, lo sé”. “No puedo esperar para la boda”. “¡Mamá! Pobre Ricardo, ya lo estás casando”. Así hasta que el silencio del tiempo ludía las palabras gastadas en los pocos momentos compartidos. “¿No vendrán este verano?”. “No podemos, madre. Lo siento”. Fue por teléfono que se oyó la siguiente noticia y después... nada. “¿No está? ¿Salió sola de casa, dices?”. Rosa nunca volvió a saber de ella.
El primer trazo le dio la certeza de haber encontrado el sitio exacto. Poco a poco fue dando el pequeño boceto al lienzo y en colores le fue formando. El aire se impregnaba de aguarrás, de pintura y eso daba cierta tranquilidad a Rosa que se dejaba llevar cada vez más profundo en ese cuarto imaginario, en ese pequeño mundo creado. Fue por un vaso de agua y viendo desde lejos, supo cómo continuar.
“La extraño Ricardo. La extraño tanto”. “Lo sé, amor, esperemos vuelva o que tu padre sea tan amoroso para no soltarla”. Andaban aún de casa en casa, hasta que dieron con ese apartamento. Ricardo sólo necesitó ver el brillo en los ojos de Rosa para saber habían llegado al hogar. En ese sucio y oloroso hueco que se les abría a los ojos, vieron una linda promesa de quedar para siempre. “Te amo, Goma”. “Te amo, Dedé.”
“Dedé”. Rosa recordaba esas palabras fijadas en el techo, en un lienzo infantil que había hecho hacía ya tantos años. Pensaba no tuvo tiempo de preguntar qué significaban. Volvió frente al cuadro y más decidida empezó a crear su arte, incluso, cambiando un poco las formas ya dadas, depurando lo que ya tenía en pintura. Apenas se elevaba la mañana y desde la altura la luna se negaba a ceder corona. Era fresca, como los amaneceres en su ciudad, pero menos húmedo, así que no se ocupaba en sudar mucho. Creaba y divagaba; esta vez no dando vueltas por todo lugar. Sus ojos ahora se enfocaban en la obra y pudo notar una pequeña gota se posaba en su nariz armándose de valor para saltar. Casi terminaba y lo que veía le gustaba.
“¿Ya te vas, Goma?”. “Sí amor, tengo el taxi esperando y mil maletas”. “Maldito internado que te aparta de mí...”. “Vengo a visitarte tan pronto pueda, Dedé. Te amo”. Quedó sola. Fue dos días después de eso que consiguió trabajo; justo en el lugar donde tanto lo deseaba. “¡Me han ascendido, Goma! Y la buena noticia es... ya empezaré a estudiar mi maestría. En cuanto llegues a casa me hablas de vuelta. Te amo”. Sonó un bip de la contestadota automática. “Lo siento, Dedé, he estado tan ocupado y lo seguiré estando por un tiempo. En cuanto pueda, te veo”. El último beso que se dieron ya se le desprendía de la boca, en su sabor y aroma por el tiempo vencido. No sabía de él, sólo rumores.
El sol de a poco se iba enderezando y de la luna quedaba el dulce resabio de su batalla. Estaba dando el toque final a su obra que agradecida le dio en reflejo lo que buscaba. Las gotas de sudor habían iniciado una marcha inacabable. Había terminado. La tomó en brazos sin mucho cuidado y la llevó a la cama. La pintura estaba fresca aún, pero en ese día no importaba. De pronto, en un rápido y hondo suspiro, se sentía cansada, como si de pronto olvidara el mundo. Empezó a correr un extraño frío por el cuarto, sus ojos se perdían en un súbito sueño que la llamaba con una fuerza irresistible. Empezó a ver la casa y se perdía en momentos en lo que poco antes había pintado. La cama, las cortinas, los lienzos en el techo, el espejo, el baño, todo de pronto empezó a tomar tintes de acuarela. Pensó por un momento que estaba soñando pero siguió dudando. Un escozor le venía del cuerpo, un fiero ardor que se fue acrecentando poco a poco, abrumador, cada vez más, hasta que no pudo pensar más que sólo en eso... y de pronto... la calma. Abrió los ojos de nuevo y veía la puerta que, siempre oscura, siempre lejana, ahora se movía zigzagueante por todo el cuarto y en pequeños espacios se iluminaba. Quiso levantar la cabeza para ponerse en pie cuando un extraño chasquido que vino de la ventana llamó su atención.
“Han pasado ya tres meses desde que le vi. No me explico qué estará haciendo”. Rosa sentada frente al espejo, acicalándose para ir a su trabajo. “Extraño tanto”. Se sumía en los colores, en cada momento libre que tenía, los cuales parecían tantos y tan alargados con el tiempo. Un mes antes había empezado la pintura del cuarto, la que justo en ese día terminaba. Las pesadas cortinas corridas, la ventana abierta, las sábanas de seda en ondas por la cama, su misma pintura, el baño, la sala y al final nada; el café casi negro de la entrada. Sólo faltaba una cosa, lo que pintó ese día. Era ella, tendida sobre su cama con las piernas entrecruzadas, viendo hacia el frente y con el torso forzado queriendo abrir una de las ventanas hacia afuera, la de la derecha. Lucía esplendorosa, en un vestido del color perla de la cama pero brillando en más tonalidades por el atardecer. De tez en extremo blanca y larga cabellera negra, con una mirada queriendo alcanzar algo más allá de aquel paisaje.
Volteó hacia la ventana y trató de correr la cortina. Le costaba tanto esfuerzo, se agotaba. Logró al fin hacerlo y como prometía, el cuarto ya era del cielo en un destello cegador. Los labios se le amorataban del frío y la tez lucía más blanca que de costumbre, tanto que las venas se asomaban circunspectas a su piel. Poco a poco se arrastraba hacia la ventana y con el cuadro en sus manos daba el toque final a la pintura, con su vientre manchado y sus pechos oprimidos. Por entre las motas de polvo y los blancos techos de toda casa en la colonia alcanzó a notar un piso abajo, la figura de un hombre. Él la descubrió y se acercó hacia la ventana. Entre el barullo del cuarto inmóvil y danzante, entre sus ecos y el agobiante exterior, alcanzaba a escuchar algo, no sabía qué. El cuadro había escurrido el viso de Rosa en él, mientras la cama hacía lo mismo por su propia imagen, quedando en rojo ambas. Su piel mortecina, violácea en su lamento, viendo los ojos de Ricardo, vacía, con la mano cayendo en aquel cristal, llevándose en él, sintiendo el resoplido de unas palabras, las de él que le llegaban huecas y resonantes, carcomiendo herrumbre acorazado de su pecho sentido, las últimas que nunca debió escuchar: “Te amo, Dedé, ¿Te casarías conmigo?”. Mientras las degustaba en una pequeña sonrisa vencida y los ojos vacilantes, con música de serafines para ella proveniente del mariachi esperándola al pie de la ventana y de la boca de su amor.
El hilo de sangre ya cesaba, como en el invierno se recogen las aguas estivales, y quedaba en la mano de Rosa pintada en la ventana regalando al viento sólo un “hola”, agotando la mirada.
|