Un atronador cabalgar de nervios que corre por mi estómago, unas palabras que cruzan mi cerebro, una tras otra incluso cogidas de la mano me atrevería a decir, me roban ideas, tal vez no lo hagan y simplemente esas ideas nunca estuvieron en el lugar en que me empeño en buscarlas.
Hoy me duele el mundo, me duelen las injusticias, me duele la guerra, me duele el mal gesto, me hiere la inmutabilidad y más que la ajena, me duele la propia. Me gustaría ser uno de esos patines con ruedas a los que con aplicarles algo de fuerza se mueven o el péndulo de un reloj antiguo y escandaloso que por la propia inercia se balancea eternamente. Quiero ser y dejar de aparecer. Sería bonito dejar de subir escaleras pensando que subo montañas.
Me dolió ese camión cisterna que volcó cuyo conductor quedó atrapado y me dolió aquel hombre, que en la locura de su soledad decidió quemar la casa de su anciana vecina. Pero si tanto me duele todo ¿por qué no hago nada? Supongo que es más sencillo permanecer sentado en una silla, a ser posible con ruedas para que el esfuerzo sea menor aún; la comodidad y no la religión, es el opio del pueblo.
En días como hoy me gustaría convertirme en un gigante, un ser enorme con grandes pies para aplastar a los que disparan, a los que insultan, a los que vejan, a los que corrompen inocencias recién estrenadas, y grandes manos para apuntarles con el dedo en gesto desafiante, con una larga y extensa espalda donde poder cargarme a los que no pueden llevarse ni a sí mismos. Lo peor viene cuando me doy cuenta de que no levanto ni dos metros del suelo.
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