Todo lo imaginable transcurría por mi mente en los segundos que me hablabas, mientras tu voz desgarraba mi semblante poblado de amapolas. Y la sangre recorría cada insignificante hueco de mi cuerpo estallando a borbotones, bajo una sonrisa tímida que afloraba con tu aliento. No podía descifrar este sentimiento que había comenzado a hurgarme, el silogismo de esa piel rozando mi horizonte ya segura de ser tuya. Todo había rotado entre las manos, como un soplo de los Dioses alejando maleficios, para concluir en la virilidad que te habitaba. Moría entre tus frases, acariciando lo sensual de esa vorágine, el manejo de los tiempos al borde de mi lecho, la precisión en detonar mis puntos cardinales. Luego el poderío de las bocas saciando los impulsos, la sal de tu silueta deslizada entre mis manos, el mundo de las fauces deglutiendo esos instantes, junto a la magia detenida en mí. Y tu voz se amarraba al cortejo de la piel deshaciendo el tiempo de estos ruegos, untada por tus dedos de esmeraldas, agitada, cruel, abierta al juego de los labios, destruida, frontal, íntegra, bajo esa ola de espasmos que envolvía nuestras almas. No quiero estar sin ti, sin el amparo de tu lengua en estas latitudes, solitaria del amor que yace dentro, oscura de tu piel, bajo el cóncavo declive de las lunas que confluyen con mi espera.

Ana Cecilia.