Noche de horror
Entregó el aluminio en el centro de acopio con la esperanza de que le sobraran algunos pesos para comprarle a su esposa un vestido amarillo con rayas negras y llevarla el domingo al circo, en las afueras de la ciudad.
A sus sesenta años, conservaba un aire robusto que lo hacía parecer más joven. Dulce, su esposa, aún sin cumplir los treinta, podía ser su hija. Ella lo escogió por la ternura que percibió en él minutos después de haberlo conocido. Nunca le hizo reclamo alguno por la penuria en que vivían. Todas las tardes lo esperaba meciéndose en una poltrona oxidada; su mirada caía sobre un montículo, desde donde él levantando los brazos le chiflaba. Ella le respondía con un silbido agudo y entrecortado; después se iba a la casucha y ponía al fogón la escasa cena que compartirían.
Entre risas y toqueteos, el cabo de vela se consumía, luego ella reposaba sobre su brazo y lo veía en sus sueños. Él le alisaba el pelo hasta quedarse dormido.
Esa vez ella no contestó el chiflido, él respiró hondo y aceleró la caminata. La vio en el catre, balbuceando por la fiebre. La respiración parecía un pájaro que volaba sin control golpeándose contra los riscos. Pensó en buscar ayuda, pero temiendo lo peor, se quedó a su lado. Media hora después, el aliento se detuvo.
Bajo la luz mortecina la depositó sobre un banco de madera. Desollado del ánima, la empezó a vestir. Rezaba las oraciones que aprendió de niño y otras que salían de su interior.
Cuando la luz de la vela desfallecía, cayó en el sueño y recostó su cabeza sobre el regazo de la finada. ¡Cuántas veces no durmió sobre su vientre!
Entre el ensueño, escuchó el estruendo de un bulto al caer y el sonido que hace un cuerpo al ser arrastrado por una bestia sobre la superficie terrosa. Impulsado por el instinto, cortó con un grito el silencio, y con rapidez, tomó una barra de metal, asestó golpes en la oscuridad haciendo un ruido ensordecedor. Pudo escuchar un chillido y el salto de una bestia en fuga. Después, en la penumbra, sólo percibía el aroma de la parafina, y tuvo el deseo apremiante de llorar, pero tomándose de la cara detuvo su gemido. Prendió otro cabo y vio a su mujer en el suelo, casi en la puerta, la levantó, recostándola inerte sobre el banco de madera, que servía de velatorio.
Cuando hubo suficiente luz observó la piel rasgada de su cuello y con delicadeza trató de acomodarla. Parecía que la difunta lloraba, pero no, eran lágrimas de él que caían sobre los ojos abiertos de ella.
El cadáver tenía las manos apretadas, y una gran tarascada en el brazo. Caían los sollozos y le hablaba como si ella le oyese, arregló lo mejor que pudo a ese cuerpo amado y con esfuerzo le abrió uno de los puños. Un aullido intenso salió de su entraña, al ver que dentro, había sangre, pedazos de ojo y un manojo de pelos negros.
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