El final y el principio
Las ráfagas de fuego abrazaban su cuerpo. Como grandes lenguas rodeaba la casa y el viento multiplicaba la fuerza del incendio.
Ya no era posible ver más allá de la espesa columna de humo que le envolvía. Avanzar era inútil. Los ojos le ardían, y aunque la buscaba con la mirada sólo veía borrosas formas de colores oscuros, tal como se imaginaba la muerte... Se desplomó agotado en el piso, buscándola con el pensamiento, gritando su nombre en medio del infierno...

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Llegando a La Esperanza
Días antes había llegado al pueblo con una mochila y un libro bajo el brazo. Eran sus únicas pertenencias. Salió de su hogar unos meses atrás con tan sólo ese pequeño equipaje, y la secreta esperanza de volver viejo o no volver.
Crecer en medio de tantos hermanos fue a la vez frustrante y benéfico, pues así como sufrió durante muchos años el anonimato que producen seis seres en igualdad de necesidades y requerimientos en una familia, también le proporcionó siempre la independencia necesaria para actuar. Incluso cuando abandonó la escuela no fue causa de mayores mortificaciones, pues sus padres tenían depositadas todas sus esperanzas en los primeros tres hijos: al mayor, Juan, lo mandaron a estudiar lejos, a la capital. Al segundo, Raúl, le dejaron a cargo de la granja familiar desde muy joven, y el tercero pudo estudiar en el pueblo para ser maestro rural.
Idar, como el más pequeño, recibió los mimos de todos, y por lo mismo resultó ser el malcriado. Nadie se ocupaba de lo que hacía, pues al parecer sus padres estaban exhaustos por haber educado tantos hijos. Por eso descuidaron gradualmente a los tres restantes, quienes a duras penas lograron terminar su educación básica.
Pero Idar era diferente en muchas cosas. Jamás le gustó jugar con sus hermanos. Pasaba sus horas tumbado en el pasto, observando el cielo y fabricando en su mente historias fabulosas.
Tiempo después, cuando llegó la pubertad y sus amigos buscaban la compañía femenina, despreció incluso sus propios sentimientos dada su timidez, así que dirigió su atención a los libros pues descubrió que acudiendo a la biblioteca del pueblo podía leer los escasos libros que poseía, y que de alguna manera le permitían nuevos escenarios para recrear sus fantásticas visiones.
Así pues, cuando su madre tuvo por fin que preguntarle –lo que había evitado hacer por muchos años-, que deseaba hacer para vivir, él sólo supo responderle con esa mirada lejana que adquirió en los pastos mirando al cielo: “Leer, comer y dormir”.
Desde luego la respuesta desesperó a la mujer, pero le bastaron unos minutos y un descuido de la criada que había tirado al piso la cena, para olvidarlo todo.
Sin embargo, Idar les reservaba una sorpresa para algunos días después. Con suma seriedad comunicó a su familia que se iba del pueblo.
Fue un momento glorioso. Por breves instantes todos levantaron la vista del plato (sólo en la cena se reunía la familia) y se percataron de su existencia. Ahí, frente a todos, estaba un muchacho de 18 años, no muy alto, pero espigado, de facciones finas y pequeñas, y mirada muy melancólica. La percepción fue general, todos parecían hechizados por la determinación que se leía en sus enormes ojos, y la tristeza extraña que revelaban les incomodó por completo.
El padre se preguntaba que habría hecho mal con el muchacho y su madre lloraba en silencio porque sabía que era un hecho consumado, ni siquiera se le ocurrió la idea de oponerse a los deseos de su tranquilo y callado hijo.

A la mañana siguiente, sin planes ni proyectos, Idar empacó su ropa y el único libro que había sido de su propiedad, regalo de su hermano Juan, carente de tapas y título, con una historia novelesca de amor perdido, y se despidió de su familia con la mano al viento. Así fue como se alejó de su casa, llevándose como adiós algún dinero que recibió de su padre y unas lágrimas de su madre.