Chiringuito de Zahara. Fotografía realizada con filtro
Las casas de Zahara se derrumban.
Ya no existe ese cuerpo que paseé por sus calles.
Tampoco el fresco sexo con que hacía el amor:
es como el ancla de este galeón que hay hundido.
Cervantes recompone sus huesos y ahora escribe
una nueva Galatea, porque la ilustre fregona ahora
habla en inglés y baila en los suburbios de París o de
Londres.
“Can you help me?”, pregunta andaluzada al inglesito
rubio
que conoció, amigo de un teniente de entonces.
El inglés, asimplado, le contesta
“Yes, yes, I love very much esa...paña”.
Con su entrepaño fláccido la ama nuevamente y a
Cervantes
se le adultera, presta, la pastora.
Ah Galatea, la del cordero frágil, igual que aquel
Platero onubense,
Galatea, mi amor, no pienses en comprar los predios
que antes fueron de los romanos muertos.
Huele el sexo esta tarde a salazón espeso, porque el
pobre Cachón lleva sus aguas muertas.
Cuando compré el pescado, caído de la barca como un
ángel furtivo-desplumado, y luego se encorvó, como la
curva bóveda del barbero que aún escribía poemas a las
reinas... Era la única bóveda de cañón que quedaba en
la zona. No sé si aún estará, posterior al barbero que
cortaba el pelo y la mojama. No sé si aún estará.
Cuando compré el pescado y lo pagué a la Pepa,
entonces el Cachón se podía oler.
Las calles de Zahara tienen sabor a viejo, como el
viejo tullido que le adoptó los hijos a aquella
desnuda bailaora que quería triunfar como la espuma
y le dijo a mi hermano, en tanto trasladaban la sucia
botellona del butano por sus calles marinas:
“Si no me chapas, eres maricón”.
No debo hablar ya pues. Pues el destino es serio y
quien lo toca lleva un hueso en la boca.
Galatea, por Dios, acaríciame el brazo de servir otra
vez, nuevamente, a la patria y encálame estos muros de
miseria que antaño eran muralla enhiesta contra el mar
y ahora son nido muerto de atún y desperdicios.
El pescado no lo sirvo ni frito. La doncella se
transformó en la noche en un Drag Queen del verso y
ahora sirve sonetos.
Oh ilustre fregona en manos del amor -de algún roteño
incluso-.
Fregona a la roteña, en algún restaurante famoso de
Madrid que compró hace ya meses aquel terrateniente de
Zahara.
La tienducha, en donde vendía todo la soltera, era
suya.
Era suyo también el solo chiringuito de la playa
y tres o cuatro redes que quedaban sin dueño eran de
pescadores.
Pero a éstos, un día, les tocó de entremés la
señorita ágil vestida de andaluza que cayó entre sus
aguas.
Las piscifactorías, pues, se quedaron sin dueña y
algún americano que se llamó Tomás, o cualquier otro
nombre vertido hacia el do you se largó a transformar
hacia un nuevo mercado.
Se están cayendo, caen, las casas de Zahara y sólo
queda ya -en mi memoria obtusa- un lugar de cuyo
nombre sí, aún puedo acordarme:
había ortiguillas de mar, carabineros, chocos fritos
con gracia, langostinos. Y porfié en la suerte de
olvidarlos.
Pero nunca se olvidan las comidas:
tus besos eran sal contra la sal del mar,
tu carne, agua.
Como un pulpo gigante me aferraba a tu roca.
Caen, caen en el olvido las casas de Zahara,
en el olvido muertas,
en la pluma que un día se olvidara aquel manco
y la llevo prendida, como un lobo de mar.
En la tristeza.
Torso de mujer (en sepia)
De dónde vengo cada día
cuando salgo a la calle y no dispongo
de moneda capaz de comprar la miseria.
Y de dónde no vengo cuando entro en los patios
de casas que me atraen
como una viajera costumbrista.
Y de dónde no soy.
Y adónde voy cansada con el cuerpo de alguien que no
es mío.
Y de quién ahora soy. De quién soy yo, en la tarde,
cuando me arrecia un frío y no sé dueño.
De quién estos zapatos me hacen tanto daño.
De quién son estos pasos cuando, dijo el poeta, hacen
camino.
De dónde muero cada día
y qué cuerpo he vivido y hacia dónde.
Andalucía (Fotografía desde el aire)
Cuando llegué a este sur -al mismo justamente que es
mi norte-, al que me recibió ataviado de caballos y
trigos, girasoles, toros, que ya no están, en cada
curva exacta de amplias carreteras. Cuando llegué al
que fuera territorio de árabes, romanos, fenicios y
tartesos -tanta gente realzando la historia de sus
cosas-. Cuando cambié de mar y las playas atlánticas
me mostraron nuevas olas saladas, sí, más frías,
nuevas profundidades, tantos pueblos mirándose al
espejo, un continente paralelo con otro que asomaba su
cara de perfil en los días más claros.
Cuando llegué al amor que es este sur de pueblos
empinados, casas blancas, abismos donde dioses dan de
beber los vinos, almajos que conservan la tierra, el
paraíso, cotos que aún amagan su belleza de siempre.
Cuando llegué a este río del olvido -al que siempre
recuerdo desde niña mezclado con los nombres de la
historia- y me acerqué a la torre Melgarejo -la de la
cena amarga- y a las señales vivas de calzadas romanas
-diminutos torreones que portaban antorchas
encendidas- y a las tumbas, sepultas hace siglos,
salpicadas de tierra sigilata, de sestercios y cobres,
de memoria.
Cuando llegué, pensando en Juan Ramón,
Manolo Altolaguirre,
en Cernuda,
en Pablo Ruiz Picasso,
en Alberti,
en Bécquer y en Prados,
en Mariana...
Cuando llegué descalza a las columnas de Hércules y
dije: ésta es mi tierra y un día he de morir para
besarla y enterradme en el mar en donde huela a África
y tantas otras cosas que me callo.
Cuando llegué desnuda a esta mano de Dios, siempre en
el sur, con sus dedos cual casas de vecinos, su boca
que es un cante y bulerías, su baile de gitano y su
perfil judío.
Cuando llegué al amor a la palabra, a escribir estos
versos en el sur. A tanta luz del sur que ahora es mi
norte.
Cuando llegué a mí, exactamente a mí, a desposeerme.
Hispano Olivetti (Fotografía realizada en un juzgado
de guardia)
Harta ya de pisar los fémures que el tiempo depositó
en la tierra.
Harta ya de no entrar en tanto cine.
Harta ya de decir: hasta mañana, sí, cenaré en tu
casa.
Harta ya de leer y que nadie me lea.
Harta ya de no amar más que la sangre de una que se
esparce
y de dar a los gatos pedazos de miseria, que es lo que
una tiene.
Harta de no rimar y que la vida rime dos destinos.
Harta de ir en tren hasta la gran ciudad y que no haya
de vuelta, y sea
tarde.
Harta aún de esperar y que no me comprendas.
Y tan harta que estoy aún sigo tecleando y las
palabras se ríen de mis
sueños.
Harta. Harta. Terriblemente harta.
Fotografía de carnet. Fotomatón
Aprendieron un día a volar los palomos -en las horas
de escuela- y a vestir, compuestos y con novia, en la
calle -en vez de ir a leer- y a decir: “Oye, picha, me
pasas el talego”, cuando Ovidio tenía unos preciosos
versos.
Ahora están aquí. No me preguntes más. Están aquí
sentados. Debo pues anotarles sus nombres y el
fotógrafo les pondrá de perfil. Su rostro es bello.
Son dos ángeles muertos en cualquier atentado de la
calle.
Mamá en la cocina (Fotografía tomada por mis hijos)
Mi madre está sentada en la cocina. Canta.
No la oigo cantar, pero siempre lo hizo.
Mi madre lava bien, plancha bien las camisas y lo
otro,
tiende bien y sabe hacer puntillas.
He cogido un libro del estante,
yo sé medir los versos. Leo un poco en francés y me lo
ingenio sola
para cubrir los meses sin trabajo.
Mi madre ama.
“De qué manera, padre. Tú lo sabes muy bien”.
A él tampoco le veo, está muerto. Pero sé que lo sabe.
Amé a mi padre sobre todas las cosas que veía.
No fui nunca al siquiatra porque mi amor era eso,
el amor de una hija normal hacia un padre que le
inspiraba amor,
o que le inspira amor: el tiempo, una falacia;
el cuerpo, un manojo de huesos en desuso.
Nosotros: los habitantes dóciles del cuerpo.
Mi madre hacía mermelada con lágrimas de amor.
Yo las escribo siempre. Sé guisar el presente con un
poco de ajo
y albahaca pongo en los poemas.
El perro me persigue con su mirada astuta,
dicho mejor, la perra. La perra vida sabe que es
hermosa
cuando no tiene nada que perder
y, valiente, la vida, la aderezo con un tanto de
chiste y desmesura.
Mi pueblo, o mejor dicho los dos, suelen comerse bien,
aunque no bebo vino
y al hombre lo deposito limpio en la bandeja
y, perejil y santo, lo guardo en la nevera para cuando
no sepa qué escribir.
El resto, ya lo saben ustedes.
Paisaje (Fotografía de García Alix en blanco y negro)
A mi padre, que aún vive en algún sitio
Por qué me hiciste, madre, descubrir todo el miedo de
mi padre
a bocajarro, frío, tumbado en una caja de madera
y me dijiste: “Mira qué hermoso es aún”.
Hermoso era antes, ahora sólo es ausente, indiferente
a todo,
es de cartón. Su cuerpo abotagado nada tiene,
ni un resplandor de vida le ilumina.
Yo le sentía vivo, como antes el pez de ser pescado
o la víbora vida antes de deglutir veneno y ahogarse
o el niño que viene y se mueve en el vientre y
patalea.
Por qué me hiciste, madre, contemplar su vacío aquella
tarde.
Yo era de cristal y me partiste, madre.
Me rompiste el amor y la dulzura que, antes, imaginara
en él
y me diste su pánico, claramente me diste -en la
mirada-
el miedo de ese hombre que se iba, a no sé qué lugar
que no quería
y se iba doliéndole y, congelados, iban todos sus
sueños menos uno
-el de la muerte, espeso, se cernía sobre él y algún
buitre
le doblegaba el labio y me dolía-. Le dolía mirarme en
su fracaso.
Me dolía saber que estaba ahí (tanto él como yo): él,
sin más remedio ya,
yo, que no estuve antes y él sabía que esto era su
muerte.
Se lo decía yo con mi presencia.
Por qué me hiciste, madre, así acercarme a su frío
infinito,
a ese extraño momento de transacción de cosas, cuando
uno
no es nadie todavía y es torpemente un algo
que viaja, en la sombra, hacia la luz de un nuevo
despertar en no sé
dónde.
Por qué me hiciste, madre, doblegar la testuz y así
asomarme
a ese último adiós que ya no era sino tristeza y cieno
y desvarío.
Ahora he de inventarme, de un tajo, su alegría,
he de fingir su amor, he de mirarle una y otra vez,
mirarle,
he de cansarme, en vida, de remirar su cara que no vi
cuando fue tan preciso y no lo hice.
Pepinos y tomates (Positivo de un negativo)
A Luisa Futoransky
Qué pasa, cuando llueve, en la mente de los pájaros
y qué sienten los árboles y quién genera el viento
en esta soledad de la materia.
Y cómo nos recogen, vertidos en la luz, deshilachados,
muertos,
solos los labios del amor buscando un solo dueño.
Y qué fue antes del pez. Los continentes nunca
tuvieron tantas formas
frente a un cielo uniforme que miraba,
les retorcía montes, les rompía, separaba sus aguas y
juntaba
las fallas y laderas y crujían. Nunca una quietud,
una ciega parálisis.
Este sueño de perfil invisible, ¿es de alguien?
Y yo, que ahora desciendo desde un yo que aún no soy,
entre este cuerpo móvil hacia el cuerpo de la luz
infinita,
¿quién soy yo?
Y cómo es el color sin la materia, el amor sin el
cuerpo,
el mundo en otro mundo.
Hace rato que espero, aquí, sentada en esta plaza
donde los mercaderes gritan productos tan perfectos
para el uso doméstico. Aún soy una mujer en gestación,
pero qué vida llevo, dentro de mí, que ya no es mía.
Qué demonio de cuerpo voy formando en mis entrañas
ciegas para llamarle hijo y, con la muerte, cederle
dotación de mi propia miseria. Cuánta luz en la sombra
voy portando. Cuánta materia inerte y qué envuelve. Y
si me dice el hombre qué deseo: dos o tres hortalizas
tomaré al antojo.Tanto tiempo de andar con los
guisantes, cada día. Pero el cuarto, Luisa, es la luz,
y no paga impuestos ni se acaba.
Esto es una ruina. (Fotografía de la calle Visitación)
Pasa el tiempo en el sur,
va llenando sus plazas. Llega el toro,
con su futuro muerto. Va llenando
las caras de sonrisas: eh, eh toro. Los pañuelos de
organzas encendidas,
en el sur, son aves de pañuelo que revuelan las cimas
de la tarde.
La sal que hay en el sur. Y gritan todos: “¡Ole!”
La media suerte, suerte entera, de vivir este sur
con sus callejas muertas: veinte unifamiliares “Elque
Mejor Viveselarga”,
ya de próxima entrega, en las afueras de Jerez, dos o
tres dormitorios
adosados. El torero se gira y va pensando, mientras el
toro va embistiendo de lejos: Virgen de la Merced, San
Dionisio. El Areópago espera las contiendas. Tiempo de
leyes falsas. Una casa que se cae y te mata: un vicio
muy pequeño en capital del sur.
Pasa el tiempo en el sur, una verbena de puestecitos
churros pescadosbienrefritos cirios de la más pura
abeja encapuchados. Todo llora en el sur, piensa el
torero en su futuro hijo. Y ese toro; en qué piensa
ese toro de la tarde. La luna se derrite allá en el
sur, ilumina pateras en la noche y el cielo lo
corrige, oscureciendo piel contra las olas graves.
El torero se inclina y busca un ángulo para poder
matar.
Todo mata en el sur. Los territorios de las antiguas
Romas hic iacent, sepultados. Las diestras máquinas de
rejón, los cangilones, arrastran la miseria de lo que
fue el pasado. Hace frío en el sur, los eucaliptos son
los tristes calistros de los campos. Llueve.
Y va cayendo sangre entre la arena.
Van cayendo los árboles y un tal X Mac Spencer, que es
socio de un Mac Piter, edifica los largos recién
campos de golf, de criaturas finas en el sur.
En el sur hay marocco, mucho marocco aún. “Venga raudo
a este sur, es balato. Es bonito y balato este sur: es
Al-Andalus”.
Ojeo en la memoria ciertas páginas de mi álbum de
fotos
Aunque miro ciudades, veo cuerpos.
Los cuerpos de miseria que, sin verlos, siguen
envejeciendo.
Yo tenía apenas dieciocho, en distintas ciudades:
distrito de París, Lourdes, ciudad del sur de Francia,
departamento de Altos Pirineos, situada al suroeste de
Tarbes.
Yo también era virgen, era un yo de lo común de
entonces.
Cuando llegaste tú mi madre estaba en Francia.
Tú no fuiste el primero, pero sí que ese tú me
desfloró en la alfombra.
Ese tú era el amor y luego fue el padre y luego la
distancia.
Miro mi cuerpo flaco tumbado en una cama de un hotel;
la noche ocurre en Londres, alguien canta I can Help y
las ardillas recorren el Hyde Park y en la tienda
vaquera pierdo entero el tacón contra el cuerpo de
aquel muchacho joven que quiere entremeterme el
pantalón de la talla más chica que conoce.
Miro fotografías de mí en distintas ciudades. Miro,
lento, cómo transcurre el tiempo. Veo gentes que ya no
veo nunca y el amor lo busco inútilmente. “¿Me dan
algo de amor por estas calles?” Un café muy cerca de
Pigalle: Ici là bas, mademoiselle, la vie est la
lumière. Le cœur, pendant la nuit, semble un bateau du
feu qui laisse croiser le temps.
Alemania es la única en donde las mujeres no vienen de
este sur, visten gorros de piel con colores alegres en
la ropa y atraviesan el frío -leyendo los periódicos
junto a algún tratado filosófico- y exclaman
cortésmente: “Gottio’b!”, cuando encuentran al gato,
que perdieron de noche, encima del tejado.
En Alemania tu cuerpo, aún dentro de mí, pequeño hijo
del amor, paseaba dormido y se me hizo una erupción
cutánea debido a las salchichas, los ahumados, el vino
de ese Rhin y el hielo de su nieve: los árboles
nevados caían a los lados de la continua autopista de
viaje.
Sigo pasando páginas de la vida. La vida es un
compendio de fotogramas muertos que se deja leer y
mirar y leer y eternamente fija la memoria, fija el
tiempo pasado en recortados trozos de presente
(ampliación de negativo y carrete de regalo si nos
trae su álbum de incidencias, si su vida es muy larga
le añadimos seguro y, si sucede en distintos países,
todo un lote de filtros, negativos, rebaja en revelado
y un rosario, un rosario de hojas de azahar). Esto es
Fottown. La vida es un álbum de tiempos, o un recor-
te.
I love you, Fernando (Fotografía realizada bajoTorre
Tavira)
La capital es blanca y tiene enormes ojos por arriba.
Blancas torres vigías se distienden para observar el
mar.
La calle Plocia, en cambio, desliza ciegamente su
trazado hacia abajo
y, en la panadería, aún puedes encontrar ciertos
picos,
con sal de blanco Cádiz -taza-, para roer un rato.
I love you, Fernando. Los dos huesos tan blancos de
corvina descolgados del cuello que mantuvo la estrecha
relación con la mujer castiza que me abrió el universo
de lectura. Esto es divertido, me dije aquella noche y
me puse a soñar. Los escritores son un mundo de magia,
pero, dentro, la magia se convierte en un mundo de
dimes y diretes. I love you Fernando con tu muñeca a
cuestas, importada por tí de la Chiclana eterna.
Muñecas de Chiclana pasean por Nueva York con peinetas
y chanclas.
“Esto es la modernez”, me dijo un cierto escritor de
Jerez. “O la osadez”
-nos dijo-, en tanto presentaba su revista de nadie,
pero siempre de alguien, vaya a ver: de nadie nunca es
nada.
Luego llegó ese otro que presentaba todo, y todo era
suyo o pretendía así.
I love you, Fernando, con tus sandalias vivas de andar
por la bahía de los vientos y yo, como una loca,
releyendo a la Hortensia de la sal que guarda todo Cái
en su entrepierna. I love you y bendito, mucho bendito
you y very well lo tuyo, y lo de tantos que mueren
asfixiados sin que nadie los suba hasta el rellano que
siempre merecieron.
Las calles de este Cádiz van a morir al mar: el amplio
océano que se acerca hasta el ficus, se detiene
mirando a ese balcón que mira y se miran constantes,
se comentan sobre aquella mojarra, el pescaíto, el
mosto de narices, las sardinas.
Bujarrones de Cádiz alzan nidos, bailaoras gaviotas
que, al pasar, arrastran crisantemos tras su sombra,
cristales de la sal contra la sal del mar, los
risueños sarasas, maricones, de lo mejor de España.
Las mujeres de Cádiz son más blancas contra la sal del
mar,
sus cuerdos cuerpos van tostando en la tarde,
hasta tocar -a dedo- el festivo color del chocolate.
La catedral, al vuelo, va alzando su cúpula hacia
terribles cielos bizantinos. Un ambiente de España de
Colón se abre, en la mañana, contra muros de noche que
recorres frente al Francia París.
En la mañana incluso, Raimundo va ofertando libros de
dos, de saldo,
poemas que tocaron los existencialistas.
Retales de Oscar Wilde, complicidades griegas de
Odysseo Elytis.
Blanco es Cádiz, esa ciudad tan próxima al estrecho,
tan valiente.
La verdadera valentía
hay que bautizarla en el mar
que traiga el rumor del efecio
a las enormes viviendas de vecinos
que abandone los campos de batalla
que crezca entre el amor y entre los libros
que aparezca con un nombre más hermoso
y se detenga allí
para expulsarla e insultarla
para atarla firmemente y juzgarla.
I love you, Fernando.
Desayuno en la plaza con Pilar, aparcado Platero en
las esquirlas de un viento de levante que nos come.
Viejo asomándose a la reja (Técnica mixta)
Sigo con Odisseo. Llueve sobre cualquier ciudad que
miro lentamente por mi ventana abierta
Hermosa vida tristísima
Piano distante y subterráneo
Mi cabeza se apoya en el Polo
Y el heno me posee
Guadalquivir secreto de la escritura ¿dónde me llevas?
I remember. Tengo cerca otro libro.
Los autores locales desconocen
lo que lee el poeta entre sus líneas.
Un libro incluso puede superarse
dedicando a cuchillo sus mil versos.
Hay obras a cuchillo en cambio
que no eternizan nunca al que las firma.
Día de lluvia hoy, los pararrayos, cuchillos y navajas
hacia el viento,
cortan agua y relumbran. Un sol de pararrayos grises
se posa en mi ventana cuando llueve.
Los molinos de viento son de niebla
y las mujeres frágiles corren a refugiarse en sus
maridos.
Ya no tengo cristal donde mirarme.
Dos gafas paquidermas me aproximan a un texto que
consigo
vislumbrar en la lluvia.
La musa pasa seca y Popeye me grita en la ventana,
busca un rato de amor, pero no tengo.
Le digo que lo intente en la ventana próxima.
Mi calle es de esas miles que venden el amor, cuánto
por hora.
No tengo material de esa moneda.
Va de vuelta Popeye, pues la madame no está
y el peso de la lluvia le ilumina y le veo la cara
y es Popeye, realmente es marino de la vida,
con un ancla de amor en sus endebles piernas.
Sigo escribiendo, pienso, me pregunto qué otro
ángel de amor carnal pasará por mi puerta.
Mi casa es la república independiente del Congo
o de la China. Es el trozo de piedra que en la noche
es más oscura aún, casi me esconde del miedo a la
torpeza,
es el cáliz vacío de algún tiempo que he de llenar con
versos,
es la casa de al lado de una casa de amor y de mujeres
dulces.
Mi casa es lo que es. Es sólo eso. Mis animales, yo,
sólo somos costumbre de la casa. Inventos de la casa
para paliar su soledad, humedad de la casa en la
ventana
donde pasó Popeye en busca del amor.
Y era tarde.
Pepe Hierro, en una fotografía de la prensa
Y me agarra del cuello otro poema
y le digo: un momento, es casi mediodía y el pollo se
me quema
y la receta debe salirme bien.
No guiso con receta, ni escribo con receta, ni amo con
receta.
Me receto leer, leer en desmesura, antes de que te
duermas,
pequeño cuerpo, fatuo, de retales de cuentos de los
dioses.
Necesito llamarme Ulla Isaksson o Linn Ullmann o
escribir Sal gorda
de Andalucía, claro, la vida sólo empuja a quien
quiere empujar
y en el país del norte la gente es más dócil.
Más entendida acaso en recetas culinarias. Más
flamante y más pura
a la hora de decir: Esta sí vale.
Mi pelo es muy oscuro y mi ciudad, el sur.
Nadie conoce nada de lo mucho que juego con retales
de dioses como Pablo, Dostoievski, José Ángel, Vicent,
Pepe Hierro que un día me juré no nombrar, pero que
nombro y nombro en mis fueros adentros y en mis
escritos fuera. Y no importa que crean que una busca
lo mismo. No es verdad. Nombro a quien bien quiero y,
si luego me leen, sabrán que este nombrar es sólo una
amistad, una admiración a fuego, una distancia honda
entre plumas y pluma, un poeta al que señalo a versos,
porque el tiempo está lleno -en esta zona- de
bogavantes, gambas, mariscos flambeados y otras
faunas, abruptas, de ahogar en el mar. En vez de
poesía, charcas fieras de peces enlutados, lodo
adverso, sustituyendo al ídem que debieran.
Naturaleza viva (Escarabajo en la playa de
Valdelagrana)
Hubo lluvia de estrellas. Yo estaba
contratada a tu cuerpo.
Contratado mi tiempo al tiempo de tu carne.
Y el amor era un pez y se ahogaba
y se perdía siempre si comía
contra la luz del mar,
contra la sola miseria de sus algas.
Se transformaba en garra, se cernía
como un Gregorio enorme,
retiraba su cuerpo empobrecido.
Sueños de escarabajo llevo asidos:
¡que nadie los despierte! Lío sueños,
como bolas de cieno, los arrastro
por las duras arenas de la vida.
Nadie toque en la noche
a la criatura pútrida que quiere
almacenar estiércol. Nadie ose
desmentir su verdad. Nadie la mate.
Una bola de asco va aumentando
en la tierna negrura de mis alas.
Última página en blanco (Fotografía de la noche)
Al autor se le impone un final. Aristófanes termina
Las avispas con un baile de coro, el cangrejillo es un
poeta trágico.
En El señor de las moscas, el oficial, en brazos del
dolor, se da la vuelta y mira, hacia lo lejos, un
crucero.
La Musa Trágica me ha vuelto a parecer poseedora de un
brillante mérito,
acaba el prefacio del autor y Julia Dallow preocupa a
Macgeorge rubricando su historia.
La dama de Escalot narra, casi al final:
Así se lamenta la reina, se duele, queja y avergüenza
de su acción, porque debería amar y querer sobre todos
los hombres a aquel que ha expulsado y alejado de su
vera.
¡Aquella pistola...!, suspiró « 000 ».
Cuando Lolita ya no lo soportase más...
Cuando venciera el instinto de escribir y empuñara el
boli...
Maurice lo había especificado en la última línea del
amor:
«... no hay pólvora en las balas. Está descargada.»
Gira Alfonsina contra el mar,
gira contra las aguas de la vida,
gira, muerta, su vida contra el agua.
Gira el mar contra el cuerpo pausado de sus versos.
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