El cielo estaba cagando todos nuestros dolores. Desde la tienda veía al granizo caer lentamente. Y pensaba en vos. La piedritas de hielo se colaban entre mis pies. Los peatones correteaban por las esquinas buscando refugio. El tráfico comenzó a colapsarse de inmediato. Y yo, imperturbable, pensaba en vos. Recordé con cierta nostalgia aquella tarde. Nosotros empapados. Abrazándonos. Sin huir de la lluvia. Felices. Siempre felices. Los calcetines mojados, nuestros cabellos enredándose con nuestras manos, peatones correteando, tráfico colapsado.
Mientras el cielo seguía golpeándonos con injurias y canciones de antaño, recordaba cada una de las veces que nos amamos al compás del agua golpeando nuestro techo. Me fascina que me hagas el amor en medio de la lluvia, decías. Tus gemidos sonaban distintos. El placer parecía magnánimo. Tus ojos resplandecían con mojada transparencia. Sin embargo, en esta ocasión, el cielo no hacía más que cagarnos encima con su infame granizo. Inesperado, sorpresivo. Llegó agazapado detrás de una tarde asoleada. Escondido, al igual que mis lamentos, que los recuerdos tuyos que todavía guardo, que mi arrepentimiento al no haber tenido la gentileza de despedirte.
Los pocos paraguas que revoloteaban por la calle quedaban disminuidos ante el ataque helado de un cielo implacable. Implacable como tu partida, como aquel último beso sin previo aviso, como la carta que nunca llegó a mi correo. Te fuiste despejando aquellos poemas que nos dedicábamos, despojando a la lluvia de su toque armónico y romántico, arrancándome la sonrisa imperecedera. Por eso, te recordaba con cada trozo de hielo, en un sutil intento de memorizarlo antes de su despedida, aferrándome a aquella imagen de jóvenes esperanzados, que se dejaban empapar con nuestra misma alegría. |