I
Toño no tenía sueño; tenía clases al día siguiente, pensó, pero lo tedioso del estudio de las leyes terminó ganándole a su desvencijado sentido de la responsabilidad. Lo cierto es que ya no recordaba por qué había entrado a estudiar leyes, quizás ni siquiera terminara la maldita carrera.
- Aló, Rancio
- Toño, compadre, tanto tiempo – contestó la voz al otro lado del aparato.
- Cierto, tanto tiempo… ¿no tendrás un carrete por ahí, viejo?
- ¿Adónde crees que estoy, Antonio?
- ¡Buena! ¿En tu casa?
- Como siempre
- Nos vemos entonces, Rancio, cuídate.
El camino no tenía nada de interesante, mientras encendía el pucho de rigor, Toño pensaba en lo conveniente que era que este compadre viviera solo y que fuera el buen chato que era, siempre aportando la casa pa’l carrete, y siempre era siempre. Desde afuera la casa se veía igual que siempre la había visto, mal cuidada y llena de luces, gente mitad conciente esparcida en un jardín de colillas y botellas, las más vacías, algunas otras a medio vaciar, y más de un bulto humano alcoholizado en una esquina. La puerta de la casa del Rancio esta siempre abierta.
Desde su lugar apoyado en la muralla cubierta de rayados superpuestos a rayados anteriores hasta nadie sabe donde, conversando de quizás que cosa y vaya uno a saber con quién, el Rancio lo saludó con un movimiento de la mano. Era un tipo enorme y moreno, una especie de moderno guerrero mapuche, y llevaba siempre la misma barbilla de chivo, la misma coleta de pelo negro y lacio hasta las caderas, la misma polera roja debajo de la chaqueta de cuero negra y raída que coronaba los jeans gruesos y ya de un color indefinido. Se saludaron afectuosamente, como se saludan los queridos amigos que se ven, a lo sumo, mes por medio, esos que con la sola mirada se recuerdan el uno al otro unos antaños lejanos y cubiertos de bronce por el paso del tiempo y de la mala memoria. El Rancio llevaba un estoque hechizo, sólo por si acaso, decía siempre, pero el Toño siempre había sabido que lo llevaba por que lo hacía poderoso. Armado, el Rancio se sentía como un custodio de sus dominios; Quizás, incluso si tuviera la ocasión de usarla intentaría por todos los medios no hacerlo, por que cuando un arma es más útil es cuando no se usa.
- Mira, Antonio; siempre que vienes es por que alguna huevada te pasó. ¿Te echaron de la casa tus viejos de nuevo? ¿Dejaste embarazada a una mina? ¿Te ficharon los ratis?
- Terminé con la julia, Rancio. Me contó que se había metido con no se que hueón y la mandé a la cresta, así de simple.
- Así es la vida, na’ que hacer – exclamó el rancio intentando levantarle el animo a su compadre mientras éste le ofrecía un cigarrillo.
- Así que un rato más, compadre, preséntame unas minas pa pasar el rato, por que quiero puro tirarme a llorar, y prefiero pasar las penas vola’o con una mina que solo llorando.
- Compadre, me diste pena; ven conmigo, con la cara que tienes a lo menos te invito algo.
- Gracias, Rancio. Eres un buen chato. – Dijo humilde el Toño.
- Cállate, hueón.
El Rancio, pensó, tenía un sistema admirable. Era amigo de las pandillas del barrio, de manera que nadie lo molestaba; cobraba un poco de plata por el carrete, ponía alcohol y varias otras drogas menos legales, La casa disponía, aparte de la pieza del propio Rancio, de dos piezas con pestillo y cama, un par de condones en el velador, y –esto, claro, solamente las minas lo sabían– un cuchillo detrás de la cabecera de la cama.
Nadie fumaba un pito ni se mandaba un jale fuera del subterráneo, y nadie salía mucho después. Por último, unos pocos de los más cercanos al Rancio, cinco o seis que prácticamente vivían en su casa, mantenían un poco de orden en la casa si las cosas se descontrolaban.
Se dice que una vez, un tipo misterioso y de presencia oscura, que dónde fuere reunía a cinco o diez personas que le escuchaban como si fuera una especie de gurú, dijo que Duble Almeyda 1254, ésa era la dirección de la casa del Rancio, era un templo de la decadencia magistralmente organizado. Desde entonces, aunque nadie realmente sabe si esto fue verdad o no, la casa pasó a ser más conocida como la Iglesia. A la iglesia, por cierto, no le faltaban feligreses nocturnos.
Toño se fumó el scank que le entregó el Rancio, y si la casa de éste era la Iglesia, el sótano era o altar o catacumba. Entre cajones de palos vacíos y a medio podrir, pilares de cemento, y un agujero en el suelo dónde resplandecían las brasas de la última comida (la Iglesia, por supuesto, no contaba con gas ni electricidad) el humo de olor vegetal y penetrante se colaba por los pulmones de un Antonio Baeza repleto de amarga desilusión y de melancolía malvenida que se lamentaba por que el pito había sedado sus preocupaciones y sus angustias, todas menos las que se aferraban a una sola cosa; Todavía amaba a la Julia. Recordando el sabor del primer beso en la mañana, el rubor de sus mejillas, el olor de su cuerpo, su risa, y todas las cosas que los hombres, cuando están enamorados, extrañan de sus amores cuando los han perdido.
-Y ahora – dijo el rancio en tono firme – cuéntame, viejo; qué cresta pasó con la Julia, se llevaban increíble los dos, yo la conozco desde cabra chica y no creo que te haya puesto los cachos, compadre, por cualquier idiota. Así que dime.
Toño se sintió ofendido, o quizás a avergonzado, de contestarle que no tenía idea por qué su Julia, después de vivir juntos durante dos años, después de conocerse desde niños, después de haber llorado, reído, sangrado y hecho el amor juntos, simplemente le había dicho “Antonio, no te voy a mentir: te fui infiel, lo siento”. Ella sabía que él le podría perdonar cualquier cosa menos eso, era como si deliberadamente hubiera querido romper con él y hubiera dicho lo que dijo como una excusa, Toño no podía dejar de pensar que lo que Julia había querido decir con eso era “Ya no quiero estar contigo, pero sé que me dejarás ir más fácil si te digo que te cagué con otro”. El Rancio había escuchado atentamente el relato de su amigo de la infancia, como si ésta historia fuera parte de la suya por más que la simple razón de que Toño era su amigo; Si un poco menos de droga hubiese fluido en su cerebro, Antonio hubiera notado inmediatamente que el Rancio sabía más de lo que decía saber sobre el tema.
- Ya, olvídate, y discúlpame por preguntarte algo tan delicado – se excusó el Rancio.
-No te hagas problema, sabes que puedes preguntarme lo que quieras, viejo. ¿Hace cuánto que nos conocemos? – preguntó Toño con una sonrisa.
- Como veinte años, compadre.
- ¿Tanto?
- Tanto, y de repente más.
Toño no quiso decir nada más. Decidió partir a buscarse una mina fácil que seducir con su intelectualidad de cuarta y sus técnicas oxidadas, y se despidió del Rancio con un caluroso abrazo.
- Gracias, compadre
- Para eso estamos, Toño; cuando quieras.
*******************************************************************
Éste es el primer capítulo de algo más largo que estoy escribiendo.. posiblemente termine posteando los otros capítulos acá también.
******************************************************************** |