Hoy entre tarde a la habitación. Esperaba ocuparme de este último cliente por sólo unos cuantos minutos, no obstante la paga.
Se me había dicho que era trato especial, que se trataba de una persona muy ocupada… Pero después de todo, no resultó como pensaba.
Apenas anochecía cuando, estando sobre la acera al cobijo de un gran portón, se acercó un auto enorme y oscuro. De la ventanilla emergió una mano sosteniendo un billete y una voz masculina requiriendo mis servicios. Al recibir el dinero di mi domicilio y entonces el auto arrancó, dejándome la sensación de haberlo imaginado.
Corrí las dos calles que me separaban de mi casa y subí hasta el pequeño cuarto. Tuve que esperar casi dos horas, pero por fin llegó mi invitado. Se trataba de una mujer.
Aunque cada día esto se hace más común en la ciudad, la sorpresa que me causa no disminuye, pero recapacité: “el trabajo es el trabajo”, así que empecé por ofrecerle algo de beber.
La chica me miró y se negó. Después bajó los ojos y pasaron varios penosos minutos de silencio. No quise interrumpir su meditación, pues adivinaba que algo extraordinario estaba por ocurrir.
La chica quebró su silencio con un grito de vergüenza que puso a temblar mi cuerpo. El sobresalto que sentí me recordó los muchos que este oficio me ha ido proporcionando. Después dijo que no venía a eso. Entonces empezó a contarme que ella era igual a mí.
“Igual a mí” pensé, “¿Cómo podría serlo?”. Claro que no la entendía, pues tan solo su apariencia y ropas revelaban el lujo y la elegancia que sólo ves en televisión o en las revistas.
Entonces comenzó a relatarme su vida. Me dijo como cuando niña fue abandonada por su padre y obligada por su madre alcohólica a venderse. También me contó que después de mucho batallar y deshacerse de su ejemplar madre encontró un buen hombre que le da de todo, aunque claro, está casado y es un respetable ciudadano.
Al final de su relato me habló de sus intenciones de aquella noche. De vez en cuando lo hace. Vaga por las calles buscando muchachas para ayudarles. A algunas les brinda un billete y les cuenta esta historia para que sepan que tienen alguna esperanza. A otras les busca una ocupación más sana.
Una risa contenida estaba por explotar desde mi estómago. Era bonito el cuadro, sin duda, pero no me pareció en ese momento más que el patético intento de enmendar sus propios errores en otras “como ella”.
Elogié todo lo que pude sus esfuerzos, aprobé sus intenciones, (había que justificar la paga), pero cuando llegó el momento de recibir la gracia que la chica me otorgaba, decliné.
Le dije tan sólo que no estaba lista para salirme, pero igual le agradecí hasta el cansancio. Finalmente me dijo que se marchaba, y dejó sobre la mesita de noche un gordo fajo de billetes y por fin salió de mi habitación.
En automático puse mi mente en blanco, conté el dinero y lo guardé bajo la cama. Cansada me acosté para dormir pero no dejaba de pensar en la pobre chica.
“Pobre chica, sigue siendo una prostituta y no lo reconoce. Igual me hubiera servido recibir algo de sexo aquella noche”.
“¿Cuántas personas no vienen a mi creyendo ser lo que no son, diciendo que son mejores?”
Me pareció tan extraño y tan irónico como la presunción de que somos iguales: nada más falso. Si supiera que yo lo hago de puro aburrida que me siento.
Creo que entonces fue cuando me dormí.
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