Las velas se apagaron, se apagaron las bocas, se apagaron los ojos y cayeron ambos, dormidos uno junto al otro, desparramados entre sus bultos, desparramados dentro de sus carnes y sobre la oscuridad de la noche que les cerró los párpados.
El silencio azulino les envolvió la piel y les acarició el rostro mientras respiraban el sueño. Las paredes cubiertas de negro los miraban intensamente deseando sus pieles, mientras los sonidos externos de la lluvia y la ciudad les llegaban como brisas tiernas y les cubrieron melosas los cabellos.
Ella se vio tocar el cristal húmedo entre las perlas esparcidas y translúcidas por el otro lado del vidrio, iluminando su forma, penetrando magnéticamente entre la piel y su carne, degustándose la luz entre una sombra y la otra, y degustándose las sombras entre una luz y su sombra. Y se movieron ambos suavemente. Tibios, confortándose ligeros y oscuros en la inmediatez de un solo cuerpo, quizá de ella, quizá de él. Y sosegados, sintió deslizar los dedos por entre el vidrio y a través del vidrio. Y en entre cada dedo largo un dedo más largo aún que se iba remontando en sus yemas, se deslizó junto a los propios, cayendo gráciles hasta el borde más hondo, húmedo, sosegado, desbordante, mientras se percibían danzar, metido uno dentro del otro como una mirada.
Ella lo sintió avanzar, apretó los ojos, lo sintió latir. Apretó los dientes. Abrió los ojos y desapareció, su sombra o la otra. Y se detuvo la música, se abrieron los párpados y se sintió llover.
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