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¡¡Mierda!!. Repetía como si aún lo escucharan dentro de la casa: Las cortinas permanecieron cerradas sin que nadie se interesara en ver qué hacía para protegerse de la lluvia. Se sentía ridículo pensando en que nada se había alterado tras su portazo. Seguramente la conversación habría continuado como si él nunca hubiera explotado, mandando todo a la mierda. Su mujer habría recogido el vaso roto y continuado la charla donde él seguiría siendo el plato del que todos picoteaban. No. Era claro que el vaso seguiría ahí y a lo más habían tirado un paño seca platos sobre el vino del piso. ¡¡Mierda!! ¿Por qué simplemente no se levantó y se fue a su habitación? Mañana sería otro día, día de mierda eso sí, pero ya estaba acostumbrado. Como no tenía razón de ir a trabajar en domingo, se ocupaba en avanzar en los arreglos de la casa. Siempre había algo que hacer, y al final ¿para qué?

Pero ahora estaba afuera en mangas de camisa, mojándose con la persistente llovizna de otoño, caminando sin saber el rumbo, sintiéndose ridículo de que sean las cortinas de otras casas las que hubiesen registrado su salida, a todas luces imprevista. Pero estaba la lluvia, su compañera de infancia, a la cual sus padres dejaban que hiciera frente provisto de su parka, gorro y bufanda, como un muñeco que sólo se limitaba a alzar la cabeza dejando que las minúsculas gotas se dejaran caer en su boca, no privando a ningún sentido del goce de la lluvia; el olor de la tierra húmeda, las gotitas aferradas a su lengua mientras otras brillaban en su caída alumbradas por el farol de la calle. ¿Y cómo explicar ese placer? Y a quién que le interesara saber qué hacía a esa hora bajo la lluvia.

La calle brillaba por el reflejo en el agua de las luminarias públicas, marcándole el rumbo, caminaba siguiendo la pendiente de la calle al igual que los pequeños cauces que se formaban en las aceras. –nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar– soltó en el silencio de la noche, acordándose de su niñez, cuando declamaba las coplas de Jorge Manrique ante los tíos y tías en las fiestas familiares. Le proporcionaba un raro estímulo eso de transgredir autorizadamente el lenguaje al decir;...¿Qué se fizo el Rey don Juan? –¿y qué mierda se fizieron los infantes?– Soltó la carcajada mientras pensaba ¿qué mierda me fice yo? Su violenta salida de casa podía ser sólo una anécdota – jamás contada- pero él sabia que había detrás el rebelarse contra su destino, o más bien lo que él había construido. Sí. Era más bien su culpa y no del destino o de su mujer. Era él quien había llegado por su propia mano hasta ahí. .–...Los estados e riqueza que nos dexen a deshora, ¿quien lo duda?– Se le agolpaban las coplas en desorden mientras se sacudía el agua de la camisa mojada que dejaba ver su abdomen hinchado, adherido a la tela. Ni su cuerpo ni su vida eran lo que él había pensado. Seguía caminando con furia, declamando trozos inconexos que llegaban a su memoria. –...las mañas e ligereza e la fuerça corporal de juventud, todo se torna graveza cuando llega el arrabal de senectud.–

La calle por la que deambulaba, al igual que las luminarias, eran cortadas por la línea férrea, a la cual acudía de niño a colocar monedas esperando que el tren le devolviera el material para su juego, un trozo de metal aplastado y reluciente al que con un clavo, le hacía un agujero por el que introducía un pequeño cordel, haciéndolo girar y contraer hasta obtener el zumbido mágico del run run. Con qué pequeñas cosas era feliz sin necesitar endeudarse de por vida, sin tener que aparentar lo que no era, viviendo donde de verdad nunca quiso, y menos su mujer. Y todo en riesgo de perderlo ante el banco de mierda. –...ved de cuán poco valor son las cosas tras que andamos y corremos, que, en este mundo traidor, aun primero que muramos las perdemos–.

Su voz ya no rompía el silencio de la noche, sino que se limitaba a murmurar, tragando la mezcla de gotas de lluvia que envolvían su rostro junto a las lágrimas que asomaban. –Mierda– se decía. – es mía la culpa. “primero que muramos las perdemos”. O al revés, como muchas veces había pensado, en el maldito seguro de desgravamen. Una vez muerto, se extingue la deuda. ¿Cómo dejarse llevar por la lluvia hasta el río y acabar todo de una vez? ¿Cómo salvarse y salvar a su mujer y sus hijos?. Maldito Banco, maldito todo. ¿Qué hora será? Las dos y algo. se preguntaba y respondía. –a las 2:45 pasa el carguero rumbo a Santiago. Tenía grabado en sus oídos los horarios de los trenes pues avisaban su paso con pitazos de alerta a los conductores y transeúntes que deambularan por la vía. Y el de las 2:45 era de las máquinas viejas, esas que conservaban el mágico mundo de los trenes que gozó en su infancia. Esos pitazos largos y profundos que todos tenían incorporados como un actor más de sus sueños, marcando la noche para los habitantes del pueblo. Era frecuente que en la noche, el tren arrollara a algún peatón que cruzara la vía en los largos kilómetros en que dividía el pueblo. El maquinista se limitaba a anotar el número del poste de energía más cercano y proseguía la marcha, comunicando por radio a la estación para que buscaran el cuerpo de quien, sin mediar investigación, se daba por un ebrio más que se había dormido en las vías. ¡Así de fácil! Los vecinos de su condominio sólo se enteraban por la visita de una solidaria vecina o comadre del fallecido que pasaba a pedir una ayuda para los funerales del malogrado. ¡Qué mierda de vida y que mierda de muerte! En trocitos. Y se acabó el asunto.

Ante la calle cortada, sólo había atinado a seguir las vías, dando zancadas de acuerdo a la frecuencia de las durmientes de roble, que por ese tiempo, eran especie codiciada por sus vecinos para adornar y enmarcar los extensos jardines. Mientras seguía el nuevo rumbo, apretaba los puños en los bolsillos de los jeans, como tomando determinación para seguir hasta la pequeña estación, que a esa hora debería estar desierta, y su vigilante durmiendo el sueño de los injustos. El largo convoy de las 2:45 no se detenía y sólo avisaba su paso con los pitazos, que acostumbraban interrumpir su insomnio invocando el recuerdo de su infancia.

Ya la lluvia había terminado de mojarlo en su totalidad, y había dejado de ser parte de su recuerdo infantil. Ocultaba el rostro a la lluvia pendiente de acertar en el siguiente durmiente. El pelo pegoteado a su rostro y los zapatos que cloqueaban con cada paso que daba, y esas malditas ganas de fumar. Seguramente se habían terminado de fumar sus cigarrillos que habían quedado en la mesa. –Todo era pérdida, todo cuesta abajo– pensaba mientras se dirigía a la pequeña luz que marcaba la garita de la estación que albergaba a los pasajeros de la lluvia.

Faltaba poco.. Sólo hasta las 2:45. Ya en la garita, buscó el apoyo para su espalda y en posición fetal adornó la espera desafiando su memoria; .–..diziendo: Buen caballero, dejad el mundo engañoso e su halago; vuestro corazón d’azero muestre su esfuerço famoso en este trago...– La lluvia había hecho efecto en su cuerpo, y ahora en reposo y pasado en parte el efecto del vino, era dominado por escalofríos que lo recorrían desde pies a cabeza. –¡Oh juicio Divina! Cuando más ardía el fuego echaste agua...– gritaba abrazándose las piernas y sacudiendo la lluvia de su cabeza. Se mecía fuertemente, apretando los ojos e intentando recordar cada una de las coplas, –...non dexó grandes tesoros ni alcanço muchas riquezas ni vaxillas...– gritó acentuando el tono castizo de su declamación. –Puezzzz zeñores del Banco Zantander, e consiento en mi morir con voluntad placentera, clara e pura, que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera, es locura...

Abrió los ojos junto con el primer pitazo; las 2:45. Se incorporó trabajosamente, demorando a propósito el momento de enfrentar la potente luz del tren. Mediaban aproximadamente 900 metros desde el primer pitazo a la estación, y un pitazo más al momento de atravesarla. No había mucha ceremonia que hacer, ni dignidad que salvar con las ropas estilando y el aliento a vino... –Un borracho más en el 2545 – pensó, fijando la vista en el poste. –¡¡Mierda!!– Repitió una vez más, insultando todo y cerrando los ojos para no ver la luz. Dio unos pasos embutiendo los puños en los bolsillos, alzando el rostro y abriendo la boca para dejar entrar la lluvia y sentirla en la cara llorosa.

Junto con el segundo pitazo se debió escuchar...Assi con al entender, todos sentidos humanos, conservados, cercado de su mujer y de sus hijos e hermanos e criados, dio el alma a quien gela dio (el cual la ponga en el cielo en su gloria), que aunque la vida perdió, dexónos harto consuelo su memoria.

Texto agregado el 15-05-2005, y leído por 838 visitantes. (20 votos)


Lectores Opinan
01-12-2011 (También considero que se abusa de la palabra "mierda") solo_agua
01-12-2011 ¿Cómo explicar que la vida es "vida", hasta el mero instante en que termina? Revive momentos, añora, como con ansias de vivir degusta las gotas de lluvia hasta el último momento... la decisión está tomada.***** solo_agua
25-11-2010 Que tremenda capacidad de llevar al lector al lugar, situación, ambiente, todo!!! Perfecto. Me encanto este cuento! munda
03-10-2010 Tu cuento tiene excelentes imágenes sensoriales, y todo el tiempo anticipa lo atroz del final, un hombre injustamente desesperado, con furia, hacia un fin predeterminado. Al menos me gustó, el recurso de introducir otros textos que dejan más indicios y huecos de lo terrible e inoportuno del inexorable final de un hombre abatido por las circunstancias bellaboo
20-04-2010 Me gusto, camine contigo sientiendo la lluvia y el frio sobre mis huesos, muy buen relato...congratulation!! mattildadelaire
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