Yo se muy pocas cosas de Dios. Conozco dibujos de Quino, de un viejo de barba en una silla elegante como de oro y un triángulo en la cabeza. En el Colegio San Ignacio a uno le enseñan de religión, de Dios oí hablar muy poco. Además, según dicen los que saben, las cosas con Dios son muy personales, cada cual las vive muy a su manera. Pues bien, no se de Dios, pero creo que hace poco lo conocí. Dios no es como lo pinta Quino.
Cuando uno camina por la playa el último día de vacaciones no puede dejar de sentirse melancólico. Saber que hay que esperar otros seis meses (como mínimo) para volver a sentir la arena entre los dedos, el sol calentando la espalda, el olorcillo a bronceador de coco, los labios resecos por el agua de mar, esas olas fuertes de la tarde que te llenan la pantaloneta de arena, hace que uno se sienta triste. Era hora de comer y habíamos visto, cerca al canal que huele a mierda, un restaurante de esos que solo en Colombia. Una mesa como para diez personas forrada en un mantel plástico con dibujitos de frutas, sillas rimax, un fogón de leña que tiznó el techo y una mesa al fondo para organizar la ensalada y los patacones. Había también un lavadero grande, donde sumergidos, platos engrasados esperaban ser lavados. Llegamos, y con el espíritu del “cachaco” tomamos asiento. A nuestro lado, una familia de Bogotanos. El papá de bozo, camisa de botones amarrada solo a la altura del ombligo y pañuelo en la cabeza atado con cuatro nuditos en cada esquina, la mamá, una gorda que sudaba como marrana pariendo, y dos niños en narizona forrados en bloqueador solar. Al frente, dos mujeres y una media de Ron. Bebían las dos a gran velocidad.
Una Sierrita para mi, gracias. Para nosotros también, dijeron mis amigos.
Maldita sea, que vida tan dura hijueputa, dijo en voz alta una de las mujeres y tomó un trago de ron enorme. Ay Virgelina, no siás pues tan desagradecida, mirá que mientras aiga ron, todo está bien. Virgelina era una señora bastante entrada en carnes. De suposiciones posteriores hemos concluido que podía llegar a los 220 kilos fácilmente. Su acompañante, una mujer de unos 60 años, desgarbada, con un vestido de baño que parecía de la gorda, que colgaba y de cierto ángulo, permitía ver más de lo que cualquiera que pudiera estar cerca quisiera. La Sierra no llegaba. Yo alternaba miradas entre una pareja de negritos en calzoncillos que parecían de lo más felices ignorando sus barriguitas redondas llenas de parásitos y la botella de ron que se iba vaciando. Jugaban con unos perros chandosos, los iban a bañar al mar, les deban besos, los abrazaban. Los chandositos parecían también felices. Yo pensaba en la vida. En que yo tendría que volver a Medellín a dejar que el tiempo pase hasta que pueda volver al mar, cada seis meses (como mínimo) por el resto de mis años. Las mujeres seguían hablando fuerte, como si quisieran que toda la playa las oyera. Hablaban de que ese Pedro el escamoso el de la televisora si es un papito, que eavemaría, como es que se llama, Miguel Baroni, que si, que si, Baroni. Mis amigos se reían, escondidos, de la conversación de las mujeres, yo seguía viendo los negritos. Cuando lo pensamos, tal vez por eso yo me pueda salvar de ir al infierno, ellos, por reírse, seguramente están condenados.
Llegó la Sierra. Un bonito ejemplar frito de cabeza a cola, acompañado con arroz de coco, ensalada de repollo y zanahoria y tres patacones. Cuando íbamos por la mitad del pescado, mas o menos porque Santiago come mas lento, y Simón algo mas rápido que yo, vimos, finalmente, el Dios que trece años en el Colegio San Ignacio no nos Mostraron. La gorda que podía pesar 220 kilos se paró de su silla. En la espalda, descubierta por el vestido de baño, estaba marcada la silla. Dio dos pasos. Los tres, en fila, mirábamos al frente. La mirábamos a ella como si sus 220 kilos nos jalonaran. Como si su gravedad nos atrajera. Se volteó para quedar de frente a nosotros, abrió las piernas y puso la mano en su zona sexual. Nosotros supimos que era un momento único, irrepetible, un momento divino. Cogió el vestido de baño en la parte que le tapaba la cosa y lo retiró. Ya no tapaba nada. Para ese momento, yo ya había bajado la vista. Mis compañeros dicen que hicieron lo mismo, pero yo he notado a Santiago inusualmente falto de apetito últimamente. Para ese momento ya sabíamos que se trataba de algo sobrenatural. Y de pronto, el chorro dorado, y la arena mojada. El chorro que salpicaba sus piernas. Y el sonido. Ese sonido que no tiene ni tendrá nunca una onomatopeya aceptable, ese sonido que se queda pegado a la oreja muchos días. Esos segundos fueron eternos. Los tres sentados al frente de la señora de 220 kilos que orinaba. Finalmente, dos o tres gotas, el vestido de baño que suponemos volvió a su posición original, esa posición que ojalá nunca hubiera sido modificada, y ella que va al mar, a unos cinco pasos a lavarse.
Hasta Dios necesita lavarse. Porque quien sino Dios, se atreve a orinar en frente de tres cachacos que comen tranquilamente sus Sierras. Ningún humano corriente se sentirá nunca con el derecho de hacerlo. Solo Dios. Los tres nos dimos la bendición, sin parar de mirarla, y dejamos el resto del pescado incapaces de comerlo tras tal manifestación divina. Virgelina volvió y dijo mirándonos: es un país libre. Si, Colombia es un país libre. Y seguramente por eso Dios lo escogió para ir de vacaciones en Enero de 2005.
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