Sólo el sonido de las hojas destejían sus horas en el correr del viento, tibio, con los ojos apacibles y distantes, su vida transcurría en el umbral de los jardines. Y los sueños se enmendaban bajo esas acacias impregnadas de sabores, junto a los tilos guiando los senderos o el andar furioso de los niños en las veredas. La vida era esos instantes en los que Jorge Luis detenía al mundo bajo el murmullo de su libro, ante la brisa como un soplo de esperanza para su piel anciana, mientras la mente traspasaba esas fronteras de olvido y desolación, hurgando las letras de un viejo manuscrito que flotaba entre sus manos. Todos los días lentamente se acercaba a su único destino, como un navegante fijo de la hierba ondulado en el destino de los otros, bajo ese manantial impreso en sus retinas. Allí se anclaba en las cadencias de las flores sobre su barco de cemento enmudecido, hasta que el amarillo de la tarde se hacía un oscuro frío. Y sus dedos tallaban el recorrido de las páginas en un deambular de pupilas aceradas, intuyendo la veracidad naciente del papel, trascripto entre las frases de lo eterno. A veces su rostro era una farola de ilusiones que reía entre las sombras, otras, sólo una mueca de dolor abierta a lamentos silenciosos. Yo lo observaba con su inmortal sobretodo de domingo caminando junto a los canteros, respirar el polen que reinaba con el aire, asumir la realidad de su existencia latiendo sigiloso casi etéreo, trastabillar ante un cordón de añosos episodios, rondando las cenizas de cíclicos momentos. Aún mantengo ese manuscrito de sus sueños, el calor de las manos hojeando los confines, la soledad de su silueta relatada en las hazañas, transcurriendo entre sus venas como un soplo de los Dioses, bajo una lealtad de pensamiento que casi siempre era el mío. Ahora que nuevamente estás a mi lado, puedo decir que fuiste un gran hijo, y aunque carente de elección en tus enamoradas, la escritura eclipsó toda falencia, para otra vez permanecer los dos juntos e inmortales bajo el mundo.
Mamá.
Ana Cecilia.
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