Apenas si distrajo la vista de la calle para ver cómo se provocaban dos vendedores ambulantes de la feria. Pero el asunto fue que lo que Rodolfo vio dos milésimas de segundo después a los empujones que se proferían los hombres fue el cráneo de una persona incrustándose en el parabrisas del colectivo. Clavó los frenos.
Cuando bajaron estaba sumergido debajo del motor hasta la cintura. Inmóvil. Un chorro de sangre espesa salía de su oído izquierdo, mientras los puesteros suspendían la treta para asistir al show, las mujeres daban suspiros de espanto al tiempo que espiaban los detalles más morbosos para la crónica que harían en el barrio y algún enfermo resoplaba por lo bajo la mala suerte de tener que esperar el próximo colectivo.
Un robusto que trabaja en la pulpería de la esquina –de las últimas que quedan en la ciudad, donde todavía se ofrece vino de la casa en jarra- posó sus dedos de orangután detrás de la oreja que no sangraba y al cabo de unos pocos giros de la aguja más alta de su Citizen made in Corea informó al resto que estaba muerto.
Con el mayor de los pudores, metieron las manos en los bolsillos del cadáver, apartando los pulóveres que éste tenía amarrados a la cintura –llamativo detalle dado que por esos días la primavera iba cediendo paso a las temperaturas propias de la estación siguiente. No encontraron más que tres paquetitos de azúcar de aquellos que sirven en los cafés.
Fue entonces cuando uno de los eslabones de la cadena que se había formado "en torno a" comentó a su amigo que se traba de “Carlitos, el loco que pide una monedita para el café, que se sienta y habla con una novia imaginaria…”. Su interlocutor hizo un gesto no muy enfático de mirá vos y tuvieron que pasar unos minutos de silencio -más incómodo que dramático- hasta que la noticia de que se trataba de Carlitos llegó a los que estaban junto al cuerpo –que dista mucho de expresar “a los que estaban al mando de la situación”.
“¡Es Carlitos!”, vociferó con un tono entre desconfiado y sorprendido el robusto del bar, mientras articulaba apenas sus dedos de morcilla. Y así fue que cada uno de los presentes consiguió anexar a esa masa inmóvil que yacía sobre el asfalto terroso la imagen del Loco por excelencia de la ciudad. Y es que sí: todos sabían quién era Carlitos o al menos habían escuchado alguna de las tantas versiones en torno a su existencia.
…era médico, muy estudioso y, de repente, un día se pasó pa´ el otro lado y nunca más quiso volver…
…vivía en una familia de mucha plata y parece que cuando se murieron los padres no lo pudo soportar y se volvió loco…
…se le murió la novia justito antes del casorio, cheraá; y por eso e´ que se le ve en lo´ bare´ hablando con ella: hasta una vez doña Nely me dijo que le vio mirando una vidriera con vestido ´e novia…
…tiene altibajos, parece que tiene una hermana y que suele ir a su casa a bañarse…
¿Una hermana dijo?. Pero, claro, nadie la conoce.
Las cinco decenas de espíritus que formaban la guarda del punto de tensión de la imagen comenzaron a deshacerse. Quizás alentados también por la llegada de las sirenas azules y rojas, ninguna de las cuales aportaría mayores datos a la incógnita. Papeleo. Tareas de reanimación, que así lo indican los principios médicos. Nuevo papeleo. Y al cabo de unos segundos el tránsito de los autos iría incrustando en la mezcla de brea seca, cemento y piedra, la sangre amarronada.
Al día siguiente, en uno de los matutinos urbanos, aparecería entre muchos otros el siguiente aviso fúnebre: “Fermín Santa María (Q.E.P.D.) Falleció el 30/09/04. Clara Santa María participa el fallecimiento de su hermano y comunica que sus restos serán inhumados en el cementerio San Franciso Solano”. Y a nadie se le ocurrió que las seis letras de Fermín tenían algo que ver con Carlitos. Así fue que hicieron honor a su memoria, respetando para la posteridad esas otras ocho letras de Carlitos que el había preferido; en gratitud a su desinteresado paso por las calles y el inconsciente colectivo de la ciudad.
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