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Cuando se me encaraman sin orden ni concierto todas las calamidades del momento, pienso: Bueno, las cosas ya no pueden ponerse peor... pero ¿qué crees?, la vida, el destino, o lo que sea, se las ingenia de tal manera que logra empeorar la situación utilizando caminos y procedimientos nuevos y muy creativos que indefectiblemente desembocan en los más variados e inesperados escenarios previos a una tragedia, y frecuentemente en la tragedia misma; así, sin anestesia, como guión de cine...Es cuando te dices: A ver, vamos a analizar todo el asunto con calma y objetividad, que no me gane la hormona, esto debe tener alguna solución... pero no, no la tiene, todo parece estar perfectamente diseñado, desarrollado y encaminado a continuar su camino con velocidad uniformemente acelerada con algún rumbo sólo intuido posiblemente por los grandes filósofos, esos seres tan especiales a los que nadie entiende durante su vida, y muy pocos después.
Y me quedo pensando, pensando que no es justo, que no se vale, que por qué a mí, y me entran las dudas, y me pongo a desear milagros, cosas que cambien las cosas, pero recuerdo a León Felipe que dice que un milagro es algo muy simple, que es sólo un acto de magia sin truco ni trampa, y me aturde la fácil dificultad de la definición. Y como yo no sé de cierto de ningún milagro, me cuesta creer en ellos, como que no se dejan ver bien, como que sólo son para iniciados o crédulos bien educados, y yo que trato de ver el mundo de manera racional me encuentro en un gran dilema: No entiendo lo que pasa, no me gusta ni sé cómo mejorarlo y, por otra parte, no creo que sólo deseándolo puedan mejorar las cosas. Y así entro en confusión total, pero como nunca me gusta solamente deprimirme y ya (por que solamente se empeoran las cosas), y como el análisis concreto de la situación concreta tampoco no me saca a flote... me voy a Coyoacán, por la tarde y nunca en Domingo, llego a la fuente, le doy la vuelta y me dirijo a la iglesia; me reúno con mis pensamientos, penetro a la nave y me dirijo a los pies de la imagen. Me detengo delante de ella, elevo la vista... y ahí está, como siempre, con ésa expresión de dolor completamente profesional, infinito, inexplicable, enigmático, denso y trascendental: Sufre con las manos y con los pies, con los olanes del vestido y con el cordón de la cintura, con el dorado de la orilla del manto, sufre con la cara, con los ojos y la boca, con la nariz y las mejillas, sufre con las orejas, sufre con el pedestal y con el nicho, sufre de manera total, sin concesiones, sin medir distancias, edades, sexos, estaturas ni consecuencias...
Y, de nueva cuenta, después de contemplarla por un rato tratando de entrever qué acumulación de tragedias la llevaron a esos niveles de sufrimiento... como que lo que me pasa ya no me pesa tanto, como que en realidad no es tan grave... no vayan a creer que me he convertido en creyente, para nada, sigo el mismo ateo de siempre y en constante ascenso, lo que pasa es que esa imagen me hace caer en el juego de que siempre hay mayores penas que las mías y eso me hace sentir mejor, lo suficiente para sentarme a pensar cómo fraguar un lo que sigue Y entonces salgo a la luz de la tarde, y comienzo a deambular por entre sonidos, colores, olores y risas, reflexionando en la forma en que ésta imagen me reconforta, y admirado por el acierto que tuvo el que la bautizó como la Virgen del Consuelo...

Texto agregado el 14-05-2005, y leído por 137 visitantes. (0 votos)


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