Me atendió una mujer de mediana edad, de rostro común, modales afables y expresión soñadora y un poco ausente. La otra en cambio, la que comenzó a teclear era muy difícil dejarla de ver: Cabello rojizo, ojos vivaces, piel como de miel oscura que limitaba un cuerpo de muchas tentaciones, como pude apreciar hasta donde me lo permitió la blusa un poco ajustada pero muy escotada y cuyo último botón amenazaba seriamente con desprenderse.
Una voz sumamente sensual inquirió por algunos detalles y aproveché para admirar una boca de labios carnosos y muy bien dibujados que hacían soñar. Entonces fue cuando descubrí la medalla. Nunca pude ver bien de qué virgen se trataba, sólo cuando en un acto reflejo jaló de la delgada cadenita y la dorada imagen quedó suspendida en el aire pude apreciarla un poco, noté en la imagen un gesto como de alivio, algo poco común, pero eso fue lo que vi.
Soltó la medalla, y ésta se fue deslizando hasta quedar formando un puente entre los dos..., es decir, al borde mismo de un abismo de perfiles y volúmenes más que admirables. Vi la cara de la virgen y su expresión había cambiado, era de preocupación, como de susto. Un instante antes de caer, vi que la virgen abría la boca como tomando aire, con gesto de ansiedad un poco sin esperanzas, yo miré el reloj sin saber por qué.
Después de un rato bastante prolongado se repitió el acto reflejo de jalar de la cadenita y rescatar a la medalla de las... profundidades... y un nuevo gesto de alivio de la virgen. Yo estuve a punto de caer de rodillas ante la evidencia del milagro:
Sólo una virgen verdaderamente milagrosa pudo aguantar todo ese tiempo sin respirar… seguro ha de ser nuestra Señora de la Inmersión, la Santa Patrona de buzos y nadadores.
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